
Ayer recibí un mensaje: «Tu imagen anoche en esa butaca es algo que algo que me va a acompañar toda la vida». Estaba sentada en la misma butaca que había sido testigo y parte necesaria. Dejé el libro en el regazo y me puse a pensar si alguien más habría follado en ella o qué otras cosas habría visto.
La adquirí en la liquidación de un hotel. En el anuncio decía que había ciento cincuenta butacas a quince euros cada una. Contacté con el número que ponía y me atendió un conserje que sonaba harto de tamaña tarea. Preguntó cuántas quería.
—Una, claro. Es para mi casa.
—Ah, bueno. En ese caso ya solo me quedarán otras noventa y seis por colocar.
Quedamos en la entrada de garaje del hotel. Cuando me vio aparecer, apagó el cigarro y me señaló la pared junto a la que debía dejar el coche. Después me condujo a lo largo de un laberíntico recorrido hasta las entrañas del complejo. Pasillos, cocinas, almacenes. Pensé en uno de mis primeros trabajos en un hotel parecido a ese y en lo escalofriante que puede resultar adentrarse en lo que no vemos. En aquella época pensaba que las tripas de un hotel eran muy parecidas la psique humana. En la cara visible hay jarrones con flores y alfombras mullidas pero detrás todo está lleno de esquinas oscuras, basura y bichos. El conserje me iba contando, efectivamente, lo harto que estaba.
—Tres años llevo ya con eso, desde la remodelación. Virgencita, no se ha tirado nada, ni un cuadro. Hasta los ceniceros he vendido, ¿qué te parece?
Al parecer, el dueño del hotel era un tacaño recalcitrante que ordenó guardar en los sótanos todo lo que no estuviera roto o demasiado deteriorado, desde las cortinas hasta los muebles de jardín pasando por un equipo Technics de los años setenta que me hizo detenerme de golpe.
—Ah, el HiFi. Doscientos y es tuyo —señaló mi Virgilio.
Al fin llegamos hasta las butacas. Algunas estaban apiladas hasta llegar casi al techo. Esta proeza me distrajo un momento. Pensé en Alicia y en la hora del té. ¿Había alguna escena con sillas apiladas? No estoy segura, pero me pareció que la escalada de butacas que contemplaba eran de ese mundo.
—Aquí están las más decentes.
Observé minuciosamente las que me indicaba mientras sacaba los cojines, les daba la vuelta, palmeaba los asientos y los probaba. El conserje las movía y giraba y si encontraba algún defecto, hacía un gesto con la mano desechando esa. Al final me decidí por una que sólo tenía mucho polvo y la tela un poco descolorida en la parte trasera que hablaba del sol de mil veranos junto a la terraza.
La llevamos al coche entre los dos. Me sacudí en el vaquero el polvo de las manos y le di los quince euros.
—¿Estás segura de que solo quieres una?
—No creo que pudiera meter más en mi casa.
—Pues para tu madre, tu hermana.
Sacó un paquete de Malboro del bolsillo de la camisa y de inmediato eché de menos a mi padre. No vi necesario aclararle que no tenía hermanas y que difícilmente mi madre se haría quinientos kilómetros por una mugrienta butaca de segunda mano.
—Seguro —dije en cambio.
—Virgencita, qué ganas de acabar ya con esto.
Sin aclarar si se refería a la vida o a su tarea, dio media vuelta y se perdió por la rampa del parquin, devorado por las fauces ominosas del edificio.
Subí la butaca a casa sola porque porque ser independiente tiene consecuencias, y metí todas las fundas en la lavadora. Pasé dos ciclos de agua caliente, le di un buen repaso de cepillo y amoniaco y las dejé un día en la cuerda de tender. Después coloqué la butaca en mitad del salón, entre las dos corrientes, en ángulo con el ordenador para ver películas y bajo la lampara, también de segunda mano.
Y ahora me pregunto quién se habrá sentado en ella a lo largo de las décadas; me pregunto en qué pensaría. Tal vez era una mujer que se ataba las sandalias antes de salir a recorrer esta ciudad reinada trescientos días al año por un sol despótico. Tal vez pensaba que a la vuelta se desharía de aquello que le crecía en la tripa. Tal vez se había tomado una semana a solas para sopesarlo bien y ahora estaba decidiendo que lo haría sin decírselo al padre. O quizás era un hombre que meditaba sobre la culpabilidad por tener una amante a tantos kilómetros de casa. Quizás pensaba que la culpabilidad no era tan distinta a la sensación áspera que te deja un mal sueño al despertar. Alguien habrá echado de menos a alguien sentado aquí, alguien se habrá preparado para ir al altar y alguien se habrá arrodillado para comerle la polla a alguien. Acaso alguien habrá pensado en la muerte.
Lleva un año en casa. He leído, charlado, dormido y follado en ella. He comido en ella, sentada con las piernas cruzadas, una pizza cocinada por mí y me he concedido el mérito. Me he colocado en su brazo a observar como él se vestía. He imaginado cómo sería que alguien se sentara en ella después de un largo viaje. Pero no la sentí mía de verdad hasta aquella noche que pasé entera llorando sin poder parar, acurrucada, abrazándome las rodillas al pecho mientras me rompía en mil pedazos.
Aquella noche, anoche y las demás noches. Tan solo un mensaje y un recuerdo.