
—Mamá, no tengo tiempo.
—He dicho que te sientes.
—Dime lo que sea.
Pongo el último plato en el escurridor y me seco las manos con el paño.
—Por favor —digo.
Julio termina por sentarse de esa manera desgastada que tanto aborrezco. Aborrecer un gesto de tu hijo está mal pero aborrecerlo a él entero es peor.
—¿Te mataría usar el lavavajillas alguna vez? —dice.
—No me gusta como deja las cosas.
—Me costó carísimo.
Aprieto un poco más el paño.
—No te lo pedí.
Un suspiro. Aborrezco también ese suspiro que contiene toda la condescendencia que los hijos han gestado desde el principio de los tiempos. Cojo la cafetera. El regalo de bodas de mi cuñada. Pienso en ella cada vez que la uso. Como pienso en mi suegra cuando pongo los platos de domingo. Y en el jefe de Rodrigo cuando me seco el cuerpo con las toallas buenas. Nunca pienso en mí misma porque no hay nada en esta casa que haya comprado con mi dinero.
—Mamá, no tengo tiempo para café.
Pero se ha sentado y ya teclea en el teléfono. Lleno de agua la cafetera, añado cuatro cucharadas de café y la pongo al fuego. Caliento un poco de leche en el cazo. Luego cojo las dos tazas de duralex que quedan. El resto de tazas que hay en el armario son tipo mug, dice Julio que se llaman. Blancas, horrorosas. Me trae una de cada ciudad a la que viaja. El mundo en mi alacena y en las suelas de mi hijo, que viaja constantemente por trabajo.
—El lavavajillas es mucho más eficiente que fregar a mano.
Como si hubieras lavado un plato en tu vida. Me ha explicado más de veinte veces en qué consiste su trabajo pero no consigo retenerlo. Hace que otras empresas usen algo que ha creado la suya y eso ayuda a que esas otras empresas sean más eficientes. Ahora me alegro de haberme impuesto
no empieces, Alicia.
con respecto a las clases de inglés. Rodrigo dijo que a él le había ido muy bien sin hablar más que en cristiano. Argumenté que no estaba de más y así el niño no estaba tanto en la calle. Rodrigo me miró sopesando si le merecía la pena una bronca a esa hora de la mañana. Aparté su vaso de la mesa como sin darle importancia. Con un bufido, Rodrigo firmó la autorización.
—Se gasta menos agua, además.
A eso no le replico porque no he leído una factura del agua en mi vida. Rodrigo siempre gestionó el correo en esa casa, incluso el mío. El café empieza a subir. Pongo en ambas tazas, añado un poco de leche en la mía y me detengo en la de Julio. El año pasado empezaron a sentarle mal los lácteos. Su novia Nina es vegetariana y él quiere que se haga vegana. Si lo he entendido bien, significa que no pueden comer nada que provenga de animales; no solo la carne, sino todo. Ella no pesa más de cincuenta kilos, pero no creo que una cosa tenga que ver con la otra. Un día le di a probar un trozo del bizcocho que acababa de sacar del horno y la cara de gusto que puso me hizo sentir dichosa. Apareció mi hijo y escondió el resto. Julio dice que no es natural que los adultos tomen leche, que ningún animal lo hace. Pienso que tampoco ningún animal planta huertos, pero no digo nada porque no quiero ver esa mirada que pone, como si quisiera ayudar a entender algo a una persona un poco corta de luces. Me quedo quieta frente a las dos tazas, atenta al sonido a mi espalda del tecleo de Julio con el teléfono. Luego, llevo las tazas a la mesa y vuelvo a por el azúcar.
—¿No tienes sacarina?
—No me gusta.
Julio suelta aire por la nariz y se echa media cucharada de azúcar.
—Bueno, ¿qué pasa? —dice.
Prueba el café. Arruga la nariz y se echa otra media cucharada. Cojo mi taza entre las manos, buscando en el calor la fuerza para hacer lo que debo hacer.
—Tenemos que hablar de tu padre.
—¿De la herencia?
—No. Ya te dije que no me importa nada mientras pueda seguir viviendo aquí.
—Y yo te dije que esta casa se te queda grande. Ahora mismo nos dan un cuarto de millón por ella.
—No quiero hablar de eso.
Julio deja la taza en la mesa y derrama un poco.
—Esta casa también es mía y el mercado inmobiliario no va a esperar a que dejes el luto.
Me levanto a por la bayeta.
—No estoy de luto.
Julio alza la taza y limpio el café del hule.
—¿Cómo que no? No digas tonterías. Papá murió hace solo tres meses.
—Tómate el café antes de que se enfríe.
Da otro sorbo. Mira la taza frunciendo el ceño. Luego pone la miradita esa.
—Mamá, estás confusa. Es normal. Ya lo dijo Gerardo.
—Gerardo no tiene ni idea. Solo quiere llenarme de pastillas para que no dé la lata.
—Hombre, es nuestro médico desde hace treinta años. Algo de idea tendrá. Si no, te llevo a la consulta de Silv…
—¡No!
—¿Qué te pasa ahora con Silvia? Te fue bien la otra vez.
—Aquello fue distinto.
—Aquello, llámalo por su nombre, fue un brote psicótico. Y si vas a tener otro, lo mejor es…
—¡No estoy teniendo nada, por amor de Dios!
—Tranquilízate.
Lo haría si no tuvieras esa maldita sonrisa de gato en la cara. Sé que debo dominarme. Sé la impresión que doy
quién te va a aguantar
cuando pierdo los nervios. Silvia me ayudó, sí. Pero no por la medicación.
—Estoy tranquila.
—Además, yo me encargaré de todo el papeleo. Y la tía Mariana tiene sitio de sobra para ti.
Dios mío, lo que sea menos Mariana. Mariana y su estúpido té verde, que bebe por litros. Mariana, mi única hermana, que me puso un pájaro muerto entre las sábanas cuando me chivé de las salidas nocturnas que hacía para verse con su novio. Papá le dio una buena paliza pero, oh, Mariana dejó enfriar bien la venganza. Cuando ocurrió lo del pájaro, sus moratones ya estaban amarillos.
—No quiero irme de aquí.
—Pues sola no te puedes quedar. Cuando te pones así, quién sabe lo que eres capaz de hacer.
Me viene a la cabeza una imagen de la saliva resbalando por la barbilla sin que pueda evitarlo. Sacudo la cabeza.
—¿Sabías que conocí a tu padre en el banco?
—Sí, me lo has contado mil veces. Tú ibas a ingresar tu primera nómina y él se demoró en la cola porque eras la cosa más bonita que había visto en su vida.
—Suena cursi. Es curioso, porque con el paso del tiempo le he dado muchas vueltas a esa forma en que lo dice. La cosa más bonita.
—Le pareciste guapa, ¿y qué?
Dejo vagar la vista y recuerdo la cafetería a la que me llevó
ahora tan fofa; cuando te conocí
como si la estuviera viendo ahora. Podía hipnotizarte con esos ojos azules. La cosa más bonita. Eso era yo.
—El caso es que en menos de tres meses estábamos casados. Sólo llegué a ingresar cuatro nóminas en el banco. Tu padre dirigía el taller de galvanizado del abuelo y yo llevaba la casa. Así se hacían las cosas.
Julio toma otro sorbo de café.
—Supongo.
—Yo era virgen cuando tu padre me tocó por primera vez.
—¡Mamá!
—¿Qué? ¿Ahora te vas a escandalizar?
—No. Pero no veo a qué viene hablar de eso.
—Ya lo verás.
Julio se levanta.
—Mira, tengo que llegar a la gestoría antes de que cierren. Ya hablaremos luego.
—No vas a llegar a la gestoría. Ni a ninguna parte.
No sé en qué tono lo he dicho, pero se sienta de nuevo.
—Me hizo mucho daño.
—Mamá…
—No sólo cuando… ya sabes. También me pegó. Sólo un bofetón cuando le pedí que parara. Me zumbó el oído un rato. No dijo nada. Terminó y se durmió. Al día siguiente era el de siempre. Bajamos al bufet del hotel y me sirvió el desayuno. Me cogía la mano por la calle, me besaba en el cuello delante de quien fuera. En casa era igual de cariñoso. Cuando venían sus amigos a la partida del domingo, me decía que me pusiera guapa, que le gustaba presumir. Después de un tiempo, ya no me hacía daño al hacer el amor. No pasó nada hasta el invierno. Yo había conseguido olvidar aquel bofetón. O al menos creer que me lo había imaginado. Me he preguntado muchas veces por qué no cogí mis cosas y me marché a la mañana siguiente. Aún podía volver a mi trabajo en la zapatería. Anita me habría readmitido. Pero es que a la mañana siguiente él estaba tan normal. Es decir, no estaba enfadado, ni molesto; no me preguntó nada. Sólo me abrazaba y me decía que era el hombre más afortunado del mundo. Creo que desde esa mañana, he vivido dos vidas —levanto la vista del trapo que tengo estrujado en la mano—. Me decía te quiero muy a menudo, ¿sabes? Y yo lo quería. Dios, cómo lo quería entonces.
Julio mira su taza fijamente.
—Las cosas fueron bien un tiempo hasta que dije que quería hacer ese curso de secretariado. Fue todo tan rápido que no me dio tiempo a reaccionar. En un instante estaba contra el armario, clavándome el pomo en los riñones. Me tenía cogida del cuello y apretaba. Te juro que apretaba. Me hice pis encima. Cuando empecé a ver chiribitas, soltó. Ya hacía bastante frío para llevar cuello alto, así que no tuve que dar ninguna explicación a nadie. Nunca más se habló del curso de secretariado ni de nada que no fuera atender la casa y a él. El verano siguiente llegaste tú. En el paritorio tuve que decir que los moratones de las piernas eran de intentar meterme en la bañera con aquella barriga, no de resistirme a tu padre, que quiso hasta el último momento —otra mueca de disgusto en su cara, pero me da igual. Va a escucharlo todo—. ¿Sabes? El otro día dijeron en la radio que existe una cosa llamada violación conyugal.
—Qué estupidez.
Escupe las palabras. Ni siquiera me asombra. Me agarro a la taza como un ancla. Miro la suya, casi vacía.
—¿Recuerdas cuando fui a buscarte al colegio?
—Pues claro. No he pasado tanta vergüenza en mi vida.
Sonreír de pena. ¿Por qué hacemos eso los seres humanos?
—Ya. Me lo dejaste bien claro.
—¿Y qué esperabas? Te presentas allí con todas aquellas maletas y me arrastras fuera del patio hasta la parada del autobús. ¿Para ir adónde? ¿Qué pretendías? Mis amigos se estuvieron riendo todo el curso. ¿Adónde va tu madre esta semana, Julito? ¿Llevaba la plancha en la maleta?
No, no llevaba la plancha. Pero llevaba el álbum de fotos y mi cajita de música. Me dejé en cambio el libro de familia y toda la ropa interior. No recuerdo nada entre el puñetazo y llegar al colegio.
—Esa fue la única vez que intenté escapar.
Pero tiene razón. No tenía ningún plan. Cuando Rodrigo nos fue a buscar a casa de Mariana supe
si vuelves a hacerlo, te prendo fuego.
que estaba todo perdido. No creo que ella tardara ni cinco minutos en llamarlo. Así que, cuando me acorraló frente al fregadero aquella noche, pensé que no tenía escapatoria. Que ahí acabaría todo al fin.
—¿Qué crees que pasó aquella noche en realidad? —pregunto.
—¿La del brote?
—Sí.
—Mamá, yo estaba en Praga.
—Lo sé. Pero, ¿qué crees que pasó?
—Pues que se te fue la cabeza. Eso es todo. Silvia lo dijo. Brote psicótico. Creíste que papá era un ladrón.
Un ladrón. La cosa más bonita. Era tan adorable, hablaba tan bien. Me repitió una y otra vez aquello de la cosa
esta fregona? Vale más que tú.
más bonita a mí y a cualquiera que quisiera oírle. Parecía el hombre más enamorado del mundo. Pienso a menudo en esa chica tan bonita que fue al banco a ingresar su primera nómina. En lo que pudo hacer con su vida. Nunca fue la más lista. A lo mejor sí la más bonita, pero eso ya es algo. No habría sido madre o lo habría sido de otro hijo. Porque los genes son una cosa malévola. También escuché en la radio que ciertos comportamientos se heredan por trauma, no por imitación. Pero no veo trauma en lo que tengo sentado delante. Veo una maldad que corre por su venas por derecho de nacimiento.
—Esa noche, la chica del banco y tu madre se conocieron.
—¿De qué estás hablando?
—Tu padre estaba muy callado. Cuando lo veía así, me iba a la cocina o al dormitorio y fingía estar muy ocupada. Pero esa noche era distinta. «Te vas a volver a marchar, ¿verdad?», oí a mis espaldas. Di un respingo y se me cayó el vaso al suelo. Tu padre estaba ahí mismo —señalo el marco de la puerta— con los ojos más fríos que he visto en mi vida. «¿De qué estás hablando?», dije. Avanzó unos pasos. «No me tomes por tonto, Alicia. He visto el panfleto». No sabía a qué se refería, pero tenía que pensar rápido. Él seguía dando pasos hacia mí y yo estaba contra la encimera. De pronto, recordé. «¿El de El Hierro? Pero si es para las vacaciones, Rodrigo. ¿Te acuerdas? Me dijiste que este año no te apetecía ajetreo». Ya estaba delante de mí. Podía notar el calor de su aliento, los olores metálicos del taller me saturaban las fosas nasales. «Y por eso lo tenías escondido, ¿no? Ni se te ocurra tomarme por tonto, ni se te ocurra, Alicia. ¿Crees que no te encontraría?».
—Mamá, eso no fue lo que pasó.
Salgo de mi ensoñación. Ahora Julio me mira con repugnancia, como si estuviera contando algo obsceno.
Pero sigo:
—Me agarró del cuello. Con el paso de los años, ya había aprendido que era su gesto favorito. Yo lo miraba, suplicando con los ojos. Él apretaba como poniéndose a prueba. A él, no a mí. Esperaba algo, nunca supe qué. Pero esa noche apretó y apretó y ya no había curiosidad en su mirada. No había nada. Estaba vacía. Me empezaron a zumbar los oídos. Sabía que tenía que hacer algo antes de desmayarme porque esta vez no iba a parar. Algo se había desconectado ahí dentro. Recordé los bofetones, las veces que le pedí que parara cuando estaba encima de mí, todas las veces que rodeó mi cuello con las manos como lo estaba haciendo ahora. Entonces, la chica del banco me habló. Dijo: «Ahora». Palmeé la encimera. Metí la mano en el fregadero y encontré el cuchillo de la carne. Lo cogí por el filo y me corté. Conseguí cogerlo bien y…
—Ya sé lo que pasó después, no hace falta. Doce puntos en el brazo. Un corte, nada más.
Se ha puesto de pie. Está furioso y ya se le ve pálido.
—Pero no pasó como dices. Ya lo hablaste con Silvia. Ella te lo explicó. Confundiste a papá con un ladrón. ¿A qué viene todo esto del cuello?
Se lleva una mano a la garganta y luego la baja al pecho.
—Será mejor que te sientes, no tienes buen aspecto —digo—. Sí, hablé con Silvia. Al llegar al hospital, tu padre me dijo que me estuviera calladita. Él lo explicó todo allí, aquello del ladrón. Que había entrado a oscuras para no despertarme porque creía que estaría ya dormida. Que al verle en la cocina, me había asustado. Que trató de hablarme pero yo no lo escuchaba. Silvia era la psiquiatra de guardia. Cuando nos quedamos a solas, se lo expliqué todo y ella dijo que mantendríamos lo del ladrón. Que lo otro era muy difícil de probar. Que ella me ayudaría a huir más adelante…
—Mamá, estás delirando —ahora Julio está sudando—. Mamá… Voy a…
Se agarra a la mesa y esta se tambalea. Consigue sentarse. Yo no muevo ni un músculo pero continúo hablando.
—Quería creer que Silvia me ayudaría, de verdad que quería. Pero sabía que tu padre me seguiría allá donde fuera. Así que tuve que hacerlo. Tu padre no sabía que yo tenía llaves del taller, ¿sabes? Allí hay mucho.
—¿Hacerlo…? ¿Qué…qué es lo que hay…?
—Dicen que sabe a almendras a amargas —doblo el trapo con cuidado—. Y luego, la semana pasada vino Nina. Cuando se agachó, se le movió el jersey y vi las marcas en el cuello. Tú no tienes la culpa. Son los genes.
Julio mira la taza. Se lleva las manos de nuevo a la garganta, tratando de respirar. Luego intenta moverse y se desploma en el suelo. Lo observo hacer más o menos los mismos aspavientos que Rodrigo.
—Mamá… Tú no… Tu cuello…
—No te preocupes, pasará pronto.
—No había… no había…
Me levanto y llevo las tazas al fregadero. Sólo quedan bien si se friegan a mano.
Acabo de empezar y que sepas que me voy a leer todo tu blog.
La última entrada que es la primera que sale, me ha parecido altamente interesante.
(Soy RoberCurtis en twitter, por cierto)
Muchas gracias y espero que no te siente mal el empacho 😉