
Nunca sentí envidia. Es un sentimiento ajeno. Ni la tuve de otro ni la he sentido sobre mí, como ser daltónica de envidia. Sé que existe, sé que hace daño, pero yo no la distingo. Y no es cuestión de autoestima, me hago daño con otras cosas y siento inseguridad a veces, pero nunca envidia. Hasta que hace un par de años se cruzó en mi camino y entonces quise que también mi pelo fuera como una fotografía de Almendros. Y quise vivir en un lugar distinto a este y haber viajado y leído a Bolaño en el instituto. Y quise, sobre todo, no haber tenido aquella pelea con mi madre.
Podría culpar a ese chico. Podría decir que yo era demasiado joven para tomar decisiones tan importantes. Podría decir que mi madre también perdió los papeles. Pero lo cierto que es que lo hice todo solita. Un mes de septiembre, mi mal genio y yo decidimos el resto de mi vida.
Siempre fui estudiante de aprobar en junio. Lo bastante estúpida para no llevar las cosas al día pero suficientemente lista para no tener que estudiar en verano. Tenía la firme voluntad de hacer lo contrario de lo que se esperaba de mí, así que cuanto más alababan mis capacidades, peores notas sacaba. Con el paso de los años he analizado ese autoboicot sin llegar a comprenderlo del todo. Pero iba sacando los cursos porque tampoco quería quedarme en el instituto más tiempo del necesario. Hasta que conocí a ese chico y decidí que follar era una actividad mucho más lúdica que aprender la tercera declinación de los vocativos en clase de griego. Pasar las tardes desnudos en la buhardilla descubriendo nuestros cuerpos mientras sonaba Pearl Jam es algo que no puede competir con nada. El último curso se saldó con nueve suspensos y tres sobresalientes. Teatro y Lengua no cuentan, pero Historia me sorprendió bastante. En cualquier caso, decidimos en casa que ese verano trabajaría en la droguería del pueblo —donde buscaban ayudante—, en octubre repetiría curso y al año siguiente entraría en la escuela de Arte Dramático. Mi tío Julito me ayudaría con la prueba de acceso. También barajé Biblioteconomía y Humanidades, pero ese año el curso de Teatro me tenía entusiasmada. Se me daba bien y mi madre dijo que eligiera lo que me hiciera feliz. A pesar de haber suspendido también, el chico se fue de veraneo por las múltiples casas que tenía su familia a lo largo de toda la costa. Yo pasé un lánguido verano entre detergentes, cajas de compresas y novelas de Patricia Highsmith. Volvió para su cumpleaños a principios de septiembre y me dijo que no nos habíamos visto en todo el verano y que, si en octubre empezaba las clases, apenas tendríamos tiempo de estar juntos. Sin plantearme siquiera consultarlo con nadie, esa misma tarde hablé con mi jefe y le dije que no podía quedarme todo el mes de septiembre como habíamos acordado. Ya le había cubierto las vacaciones de sus dos empleadas y esas semanas solo debía dedicarme a poner orden en el almacén, tan caótico que nada más se podía acceder de lado y metiendo tripa. Así que se encogió de hombros y me dejó marchar. Llegué a casa dispuesta a anunciar mi decisión de tomarme el resto del mes de descanso para volver a las clases en octubre. Lo que ocurrió a continuación es una nebulosa en mi cabeza. Recuerdo los gritos. Todos de ella. Mi padre callaba. Recuerdo su cara congestionada, colérica.
—¡…para fregar escaleras…! ¡…no pago un libro más…!
Recuerdo mi mano en el pomo de la puerta de la cocina. Ni una lágrima, me decía a mí misma. No vas a derramar ni una lágrima. Cuando los gritos cesaron, fui obligada a regresar a la droguería y decirle a mi jefe que todo había sido un error y seguiría hasta octubre. Volvió a encogerse de hombros. Era un hombre circunspecto. Esa noche, mi madre subió a mi cuarto. Se sentó en el borde de la cama y habló. Sé que habló porque sus labios se movían. Sé que su tono era conciliador porque me arrullaba en los oídos. Pero no consigo recordar una sola de las palabras que dijo. Estaba tan concentrada en odiarla que no asimilé el contenido. Ante mi silencio, salió y cerró la puerta despacio. En ese momento decidí que, en cuanto cumpliera dieciocho años, me iría de casa.
El chico se volvió a marchar para terminar su verano por la costa levantina. Me dolió porque el amor es estúpido, pero no ciego. En su casa, se decidió que él tripitiría el último curso en una academia de Moncloa en la que aprobaban el cien por cien de los que pagaban. Yo volví a la droguería y, por mi cuenta, empecé a buscar otro empleo en Madrid. Antes de que terminara el verano lo encontré y anuncié en casa que no volvería al instituto. Esta vez no hubo bronca, tan sólo una taciturna aquiescencia. En diciembre cumplí dieciocho años, metí mis libros en cajas y me marché. Tampoco hubo sorpresa, pero el gesto de dolor de mi padre es algo que llevo tatuado. Sé que a mi madre también le dolió todo aquello, pero ambas tenemos la sana costumbre de no exteriorizar las debilidades, vaya a ser que alguien nos compadezca. El chico y yo nos mudamos a un semisótano en la Vaguada, propiedad de su familia (por supuesto) y ya nunca dejé de trabajar. Cómo desterré para siempre la idea de estudiar una carrera, cómo terminé en esta ciudad que no me gusta pero de la que no me voy y qué fue de ese chico son historias para otro momento.
No tendría el pelo del color del trigo maduro, pero quizás sería un poco más parecida a ella si no hubiera tenido aquella pelea con mi madre. Si hubiera seguido en casa. Cuidada, mantenida, querida. Quizás habría viajado y aprendido idiomas. Pero analizo lo que siento y me doy cuenta de que no es envidia. En realidad, no quiero tener lo que ella tiene. Ni siquiera quiero ser ella. Porque si fuera ella, sé que también querría ser distinta. Todas queremos por un momento ser algo, un detalle, que vemos en las demás: un rizo, un lápiz entre los dedos, una mirada en el cristal. Creo que lo que de verdad quiero es ser yo con todo lo que me ha quedado por hacer. Lo que siento es un anhelo insondable por volver atrás y aprovechar todas las oportunidades que la vida me ha dado para ser mejor, más completa, más deseable. Pero no es posible y está bien que así sea porque hay otra yo que hizo lo que pudo con lo que tenía. Que luchó, gritó, amó y, en algún momento, se perdonó. Esto es lo que soy y ella es un espejismo, como lo son todas las oportunidades que dejamos atrás. Porque, en el fondo, la envidia implica un menosprecio hacia uno mismo y lo cierto es que me gusta lo que ves cuando me miras.
Me viene a la cabeza lo de ” Bad decissions make good stories”, sin querer frivolizar sobre lo que sucedió, nada más lejos de mi intención. Es una simple asociación de ideas.
Por otro lado, he podido sentir los gritos, los silencios, las miradas…transmites de fábula esa angustia. Queria y, a la vez, NO quería seguir leyendo.
Gracias por compartir.