Prólogo. Antes de todo

         Todo lo que vais a leer aquí es mentira.
         Menos lo que es verdad.

 

 

 

 

PRÓLOGO

       

            Los conocí antes de todo.

            Formaban una banda llamada Sonder. Dani, Gael, Bobby y Manu. Cantante, guitarra, bajista y batería. En aquella época viajaban en una furgoneta Volkswagen Transporter del año 99 color azul bebé. Tenía doscientos cincuenta mil kilómetros y era la cosa más fiable que he conducido. Perteneció al tío de Gael, un camionero escocés que se jubiló y dejó su tierra natal para deambular por la costa española en los años noventa. Compró la furgoneta y le hizo una remodelación completa del interior para convertirla su hogar. Vivió en ella los últimos años de su vida hasta que un infarto lo sorprendió en el kilómetro cuatrocientos cuarenta de la Autovía del Mediterráneo, a la altura de Alcoy, Alicante. Según la Guardia Civil que hizo el atestado, en algún momento se encontró mal e, intuyendo lo que le estaba pasando, se apoyó en el volante, dejó caer el pie del acelerador y se fue deteniendo hasta tocar suavemente con el morro en la mediana. Ningún coche chocó con él. Gael dice que seguramente su tío murió feliz porque iba conduciendo. No tenía hijos ni esposa, así que le dejó su único bien a su sobrino. Entre los cuatro le quitaron la camperización, pero mantuvieron el color por sentimentalismo. En la guantera había un disco de Willie Nelson que escuchábamos una y otra vez. A día de hoy, todavía se me escapa una sonrisa cuando escucho Ride me back home.

            La época que pasé con ellos atravesando el país fue antes de que firmaran el contrato con la Warner. También mucho antes de los Grammy. La noche de los Grammy yo estaba en Manchester cubriendo el concierto de Metallica. Estaba rodeada de cincuenta mil personas viendo a una de mis bandas favoritas y sólo podía pensar en ellos. Cuando acabó, volví al hotel, puse la tele y vi cómo hacían la actuación de su vida, pletóricos. El orgullo me hinchó el pecho. Luego, subieron los cuatro a recoger los premios a Mejor álbum rock y Mejor canción rock. Una banda española recogiendo un premio que no era latino, algo histórico. En la tarima, Dani hablaba; los otros tres le miraban. Para terminar, alzó el premio y gritó:

            —¡Nos vemos en la próxima parada! ¡El infierno!

            El auditorio se vino abajo; en el salón de mi casa, me eché a llorar entre risas. Era mi guiño y lo sentí en el estómago.

            En la época que viajé con ellos, llenaban las salas de conciertos de los polígonos; ahora, llenan estadios. Los recuerdo sin saber en qué ciudad estábamos mientras tomábamos una cerveza apostados en la barra de algún bar que tenía la tarima tan pegajosa que las zapatillas sonaban al andar; reían como sólo pueden hacerlo los que no tienen nada que perder. Tiempo atrás, dejaron sus trabajos y apostaron todo lo que había en la mesa a una carta: Dani, el gran líder, el pequeño dictador. Todos ellos tenían una fe ciega en la mente preclara del cantante y él se la devolvió con un éxito tras otro. Gael ya no impartía clases de música en el conservatorio, Bobby dejó de deambular de bar en bar poniendo copas, Manu abandonó el próspero negocio familiar de fabricación de armarios y el propio Dani ya no vendió más camisetas en el Zara del Equinoccio. Tan sólo eran un puñado de músicos con un sueño, como tantos otros; como ninguno de ellos.

            Me crucé en su camino en un momento en el que me encontraba perdida. La caja de ansiolíticos que descansaba en el fondo del cajón me permitía interactuar con el mundo con relativa solvencia, pero estaba triste, muy triste, y cínica como sólo puede dejarte un corazón roto. Tal vez por eso me adoptaron de la manera en que lo hicieron. Me dedico a la crónica musical a pesar de no haber estudiado Periodismo, sino Filología. Encontré un trabajo en el periódico de mi pueblo recién licenciada: escribir reseñas de discos y conciertos. Mi mejor amigo era el editor y ese nepotismo marcó el resto de mi vida. Seguí escribiendo sobre música. Un par de meses antes de entrar a trabajar en el periódico había perdido a mi padre por un infarto. Mi madre decía que cincuenta y dos años era una edad estúpida para quedarse viuda, la dejaba en tierra de nadie. Yo dedicaba casi todas mis horas libres a escuchar sus discos una y otra vez. Bajaba las persianas de mi cuarto y dejaba de Van Morrison me hablara sobre Belfast y que Bob Dylan me dijera que podemos ser jóvenes para siempre. Así que escribir sobre música me parecía una forma más de tenerlo cerca. Desde entonces, colaboro en revistas y periódicos como freelance, lo que me permite viajar y escribir de una forma más libre. Eso implica que hay meses en los que pagar el alquiler se convierte en un ejercicio de apnea, pero también que sólo escribo sobre lo que me gusta. También he publicado un par de monográficos musicales. Siempre he adorado mi trabajo pero me ocurrió lo que nunca creí posible: ya no tenía ganas de escribir sobre música. Tampoco tenía ganas de levantarme de la cama por las mañanas, cierto; pero en cuanto a mi trabajo, había perdido la pasión. Odio el discurso de «ya no se hace música como la de antes», pero lo cierto es que ya no conseguía que nada me llegara a las tripas como lo hace cuando tenemos quince años. Y no era sólo mi estado de ánimo. Tal vez es un poco naif pretender que eso no se pierda, pero así lo siento. Entonces llegaron ellos y lo cambiaron todo. Ellos y su música. Ellos y su pureza. Me devolvieron la sorpresa de descubrirte llorando al escuchar una canción por primera vez. Sentí de nuevo la emoción en la boca del estómago de una base rítmica que te empuja. Me enseñaron que los que creen ciegamente en lo que hacen son los únicos capaces de conmover.

            Ahora, cuando nuestros caminos se cruzan, nos ponemos al día y añoramos aquel verano en que fuimos libres. Engañamos a la nostalgia recordando batallitas y miramos las fotografías de aquel tiempo; tengo un montón de Polaroids porque en aquella época compré una cámara de segunda mano y me puse a hacer como Penny Lane en Almost Famous, la groupie que fotografiaba al grupo Stillwater mientras dormían. Aunque mi papel en todo esto fue más bien el de William, el chico que no pudo evitar enamorarse de la banda a la que acompañaba para escribir su artículo. Nos juntamos de vez en cuando y evocamos todo aquello, aunque tenga el tinte de haber sido en otra vida. Eso no es malo, ninguna sensación se mantiene eternamente. Lo que dura para siempre es el recuerdo de una época. Puedo recrear el sonido exacto de las miles de personas que los ovacionaron en el final de gira del WiZink o sentir el calor del sol del Arenal; puedo oler los churros con chocolate que nos valían de homenaje al terminar una noche memorable y ver los colores exactos de aquel amanecer que contemplamos tirados en la playa de Ribadesella.

            Los conocí antes de todo. Los amé. Nunca olvidaré aquellos tiempos.

            Pero empecemos por el principio.

SLIDER_Cronicas de una gira

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