
Un extraño silencio se ha apoderado hoy de esta casa. He puesto Closing Time, el primer disco de Tom Waits, el que grabó antes de su voz deshecha a base de bourbon y que quedó como muestra de una promesa de dolor, como la breve dulzura de una ruptura. A pesar del calor pastoso, no he puesto el aire acondicionado porque, de vez en cuando, entra una brisa que me despide de la costumbre. Ha estado sonando desde entonces. He oído la banda de un solo hombre del hombre más triste del mundo mientras desayunaba y le daba vueltas al final del artículo que empujo desde hace semanas a la rampa de salida. Escribir sobre la belleza nunca fue tan doloroso. Ha sonado mientras me cortaba el pelo frente al espejo. Como cada vez, me he mareado tratando de hacer las cosas al revés. Martha me ha seguido en el deambular por esta casa que bien sé que es de paso, mientras colocaba cosas aquí y allá y trataba de hacer de ella el hogar que aun así se merece. Porque tampoco puedo hacer otra cosa. Supongo que la necesidad de crear nido de cualquier cochambre es mi única característica maternal. Unos ojos solitarios me han seguido mientras me duchaba y me secaba, esta vez despacio, sólo porque es sábado y me gusta hacer las cosas distintas. Mientras hacía la comida, alguien le decía a alguien que esperaba no estar enamorándose. He tratado de recordar una receta en concreto, pero soy incapaz de reproducirla porque a la comida también hay que saber hacerle el amor. Sonaba mientras comía despacio, por eso, porque es sábado. La despedida de la chica con el sol en los ojos me ha traído una tristeza milenaria. La congoja que llevaba acechando días se me ha instalado en la garganta. Dos gruesas lágrimas han caído al mantel. Las he mirado desconcertada. Otras han seguido el mismo camino. He llorado por la pérdida de algo que no me pertenece. Porque amar y no ser correspondido duele como perder a alguien. Sólo que no lo has perdido porque nunca lo tuviste. Sólo que duele igual. Ha sido un llanto absurdo, improductivo, que he retenido, que he obligado a retroceder, que he regañado, incluso. Y el disco ha seguido sonando, meciendo la tarde hacia su decline. Ha estado ahí en las últimas treinta páginas de un libro muy especial que estoy leyendo por última vez. Esta vez, la melancolía sí tenía su razón de ser, así que la he acogido con cariño. Al fin y al cabo, todo final merece unas pocas lágrimas. Por último, esa voz de piedra escarpada me ha empujado suavemente a escribir esto, me ha dictado, me ha acariciado incluso la nuca con los dedos cuando los míos han parado en las partes que no quería ver en papel. Escribir sobre la belleza no debería ser tan doloroso. Y un día bello merece unas pocas letras, como las merece todo lo que nos pone tristes.
El disco sonará hasta que cierre los ojos pensando en todas las cosas que me gustaría decir pero que abrasan el pecho. A veces, creo que amo así, en un bucle inmersivo, helicoidal, mareante, dejando que el disco suene una y otra vez hasta que lo meto tanto bajo la piel que es indistinguible de mis venas y mis músculos y mis órganos. Todas las cosas que amo entran en mí de la misma forma expeditiva, destinadas a permanecer de una forma u otra. No sé cómo se las apaña la vida para ser en el mismo instante tan perfecta y tan jodida.
Espero no estar enamorándome porque estoy casi convencido que esos ojos solitarios que te siguieron eran los míos.
Escribes muy bonito.