O “Por qué nunca es tarde para intentarlo”
La música de Manolo Tena me golpeó tarde. Y, digo bien, porque a Manolo no lo escuchas, te vapulea. Sus canciones siempre han estado en mi vida, pero de lejos, de fondo. Fue en el programa de La 1, A mi manera, dónde me dio de lleno. En un momento que siempre quedará para la historia de la televisión, Manolo, serio, humilde, con el peso de mil batallas en sus hombros, canta la canción Llévame hasta el mar. El tiempo se detiene. A Marta Sánchez se le escapa por el micro abierto: «Es un puto genio». Llevaba ocho años apartado de las luces. En una entrevista explicó su retirada de los escenarios (que no como creador, nunca dejó de componer) diciendo que prefería que la gente dijera: «Aquí ha salido corriendo Manolo», en vez de «Aquí ha muerto Manolo». El hombre al que el propio Sabina una noche de juerga en un bar le tuvo que decir que se fuera a su casa. Sabina, ¿vale? Que manda cojones… Pero se rehízo. Sacó Casualidades, el disco que le quitó la espinita de saber que podía hacer algo tan bueno como Sangre Española. Vivió en sus últimos años una segunda oportunidad. Lo que pasa es que no era su segunda oportunidad. Era la tercera. Él ya había triunfado en los ochenta con Alarma!!! Cuando el grupo se disolvió, quedó agotado y arruinado. Pero, entonces, vino Sangre Española en el noventa y dos, un disco con tantos temas exitosos que lo catapultó a los estadios inmediatamente. Cuando volvió a caer, lo hizo a los infiernos. La canción que me ayuda a reflexionar hoy es Cuando llegue septiembre, de ese Casualidades, su suerte de canto del cisne. Con una nostalgia devastadora, nos emplaza a ese septiembre que tiene que venir, donde todo será diferente. Así pues Manolo Tena, un hombre que (a diferencia de a Antonio Vega) nunca se le perdonó ser uno de los malditos, es mi excusa para saber si la vida nos deja tener otra oportunidad. Si podemos volver a empezar.
Antes de nada. Para estructurar esto necesito averiguar cómo sabemos quiénes somos al llegar a cierta edad, qué nos define. ¿Nuestras posesiones? ¿Nuestra profesión? ¿Son nuestras ideas? Por ejemplo: si hay un niño, ¿somos padres? Si hay un porro, ¿somos adictos? Si hay un Mercedes, ¿somos ricos? Pues vamos a verlo: haber tenido un hijo no te convierte en padre, todos conocemos ejemplos, ¿verdad? Un porro el viernes por la noche no te pone a las puertas de Proyecto Hombre. Y el Mercedes lo puedes estar pagando con unos plazos que no te dejan ni echarle gasolina. Vale, entonces, lo que nos rodea no nos define. ¿Y lo que hacemos? Si ponemos copas de noche y ensayamos con nuestro grupo por el día, ¿somos camareros o músicos? Si vendemos seguros mientras terminamos nuestro guion, ¿somos comerciales o escritores? Entonces, lo que hacemos tampoco nos define. Vamos con las ideas. ¿Somos machistas por ofrecernos a pagar la cuenta a pesar de que jamás hayamos denigrado a una mujer? ¿Somos violentos por desearle la muerte a ese tipo que hemos visto en la tele que colgó a su perro en mitad del bosque para que se asfixiara, aunque no le hayamos puesto la mano encima a nadie en nuestra vida? ¿Somos vagos por desear que nos toque la lotería para no hacer absolutamente nada el resto de nuestra vida mientras nos levantamos todos los días a las siete de la mañana para ir a trabajar? Bueno… Parece que nuestras ideas tampoco nos definen. ¿Qué nos queda, pues? No tenemos más remedio que ir a la esencia. Lo que en el artículo Toc Toc, definimos como nuestra verdad. Lo que somos en realidad está tan dentro que necesitamos toda una vida para llegar a conocerlo, aceptarlo y amarlo. Es fundamental saber cuál es nuestra verdad porque, si lo que somos está dentro de nosotros y a nadie más concierne, eso significa nadie ni nada que no seamos nosotros mismos debería decirnos dónde debemos estar a cierta edad, qué cosas debemos tener y qué ideas son las apropiadas. Porque, en ese caso, somos los únicos responsables de nuestra vida, aunque tengamos responsabilidades en ella. Lo cierto es que nos debemos a nosotros por una simple cuestión de amor propio. Y algo de coherencia, la verdad. Ese anhelo por una felicidad sobrevalorada nos impide hacer lo más básico: cuestionarnos a nosotros mismos. ¿Qué quieres? ¿Qué necesitas? ¿Cómo reconcilias eso con tu realidad? Esas son las preguntas adecuadas y no: ¿Qué se espera de mí? ¿Dónde debo estar?
Es duro enfrentarse a lo establecido. Por favor, que nadie diga eso de «Es que no es tan fácil» porque no hay frase que me repatee más. No sé quién demonios dijo que nada fuera a ser fácil. Es duro, decía, luchar contra lo establecido. La vida nos lleva por un pasillo largo y estrecho. De vez en cuando, se nos presenta una bifurcación, dos puertas. Debemos decidir. Lo hacemos y eso nos lleva a otro pasillo. Seguimos transitando por él. Muchas veces, ese pasillo se hace tan estrecho que nos cuesta respirar. En las paredes cuelgan los retratos de las personas que elegimos para transitar por él. Atadas a los tobillos llevamos las expectativas de los demás. Las puertas que nos vamos encontrando ya están ahí, esperándonos. No creamos nada, sólo decidimos: por aquí o por allá. Lo que mucha gente no sabe, o no se plantea, o no se quiere plantear, o no necesita plantearse, es que hay una forma de salir de ese pasillo. Es dura, requiere tirar tabiques, dejar cosas o personas atrás. Y da mucho miedo porque en ese pasillo todo nos resulta familiar y confortable. Fuera, a veces llueve, a veces hay un ruido ensordecedor. A veces está tan oscuro que no sabes ni quién eres. Y puede resultar aterrador. Pero cada puerta que nos encontramos ahí fuera es distinta a las demás. Incluso, de vez en cuando, tenemos que construirla nosotros mismos. Hay, también, callejones sin salida. Pero, a diferencia de ese pasillo, esos callejones no dan claustrofobia. Son golpes que nos damos. Con un poco de suerte, aprendemos para el próximo. Ahí fuera respiramos con toda la capacidad de nuestros pulmones un aire puro que no existía en el pasillo; al alzar la vista, podemos ver un cielo abierto; y, cuando al fin encontramos nuestro refugio, tenemos la certeza de que es sólo nuestro y eso nos llena de paz. No de la felicidad que nos decían que estaba al final de ese pasillo y que nunca llegaba, no. Sólo la paz que se consigue cuando vives en coherencia contigo mismo. Salir de ese pasillo es tu segunda oportunidad.

Al llegar a cierta edad, se nos presuponen ciertas cosas: un trabajo estable, una casa en propiedad, una descendencia de uno coma dos hijos… Madurez. Estabilidad. Responsabilidad. Pero… un momento (frenazo en seco, sonido de neumáticos). ¿Es que acaso estamos dando por hecho que responsabilidad equivale a tener responsabilidades? Ojo, que aunque uno parezca ser el plural del otro (de hecho, lo es), sus significados pueden no tener relación. La responsabilidad, como cualidad, la puede tener alguien sin responsabilidades y las responsabilidades equivalen a las obligaciones, que puede tener alguien irresponsable. Bueno, entonces, tenemos que volver a empezar: a cierta edad se nos presuponen ciertas responsabilidades. Así, sí. Pero eso no tiene ningún significado por sí mismo, sólo es una forma de clasificar. Hay un sector duro de la sociedad que recela de los salmones, esos habitantes de su propio mundo que gustan de nadar rio arriba. Que van sin paraguas. Que no atienden al calendario vital. Los que se matriculan en la universidad con cuarenta años. Los miembros de ese sector les dirán: «¿Y eso para qué?». Esos salmones se encogerán de hombros y responderán: «Porque sí». Hay gente que aprende a tocar el piano con ochenta años; otros que se divorcian con sus hijos ya adolescentes y deciden salir del armario; otros venden su casa, camperizan una furgoneta y se ponen a recorrer el mundo. Hay veces en las que la vida te tiene que dar una buena hostia en forma de infarto o cáncer para que te des esa nueva oportunidad.
Da igual. Cuando llega el momento, todos los miedos se hacen tan grandes, tan ingobernables, que lo único que puedes hacer es cerrar los ojos y saltar. Y, como mucho, rezar para no romperte un tobillo.
Manolo Tena resurgió de sus cenizas. Nada en el mundo me da más esperanza que un adicto que supera su propio infierno, más incluso que aquel que nunca ha caído. Porque la fuerza que hace falta para salir de la droga es infinitamente superior a la que necesitas para no caer en ella. Cuando llegue septiembre es una canción tan triste que te parte el corazón; y tan esperanzadora que luego junta los pedazos. Pero, cuando lo hace, ya no eres el mismo porque has comprendido que tirar la toalla es lo que más nos acerca a la muerte.
La pregunta es: ¿te acabas la vida en algún momento?
La respuesta ha estado dentro de ti todo el tiempo.

Yo soy uno de esos salmones, pero un poco hijo de puta. Yo no contesto con un «Porque sí» si no con un «¿Y por qué no?». A la mayoría de la gente le cuesta pensar.
Y también soy de los que se ha llevado una buena hostia en forma de parálisis corporal. Aún estando en una silla de ruedas se derriban tabiques.
Vale el por qué no. Cada uno elige sus batallas.