O “La locura de ser uno mismo”
Por Diana Benayas
Hoy es Macaco el que nos abre la puerta a la locura para hablar sobre la autenticidad. Su canción pone la banda sonora a la película del mismo nombre. Película que nos muestra que todos tenemos un loco dentro, uno que no se parece a los demás, ni falta que le hace, porque ¿quién no se ha sentido alguna vez el loco fuera del manicomio? Lo que quiero saber hoy es qué precio se paga por ser uno mismo y si, finalmente, sale a cuenta.

El camino hacia la autenticidad empieza por conocerse a uno mismo (lo de la aceptación viene después, mucho después). Primero hay que saber cómo es uno, qué le duele, qué le da manía, qué le conmueve, qué le pone los dientes rasposos. Y, por supuesto, qué trastorno tiene. Porque, en mayor o menor medida, a todos nos adolece una tara que dificulta nuestra interacción con el mundo, sea cual sea ese mundo en el que nos haya tocado vivir. A veces, sólo es un trastorno obsesivo-compulsivo de carácter más o menos leve (veo una mano alzada, es la mía); otras, es una delirio de grandeza (veo algún político en la sala); otras, es un agobio injustificado en las aglomeraciones de gente; otras, es un temor a tener todas las enfermedades que Google nos muestra cuando buscamos dolor en costado; otras, es pavor a vernos comiendo solos en un restaurante. Hipersensibilidad, excesiva imaginación, anhedonia… Lo que sea. Elegid la vuestra. Lo primero, es escarbar en nuestras tripas y sacar a que se aireen nuestras más hondas miserias.
«La verdad es lo más radical, en cuanto a que es raíz, todo lo demás es accesorio», afirmaba Ortega y Gasset. Y es que sólo con la verdad y, sobre todo, diciéndonosla a nosotros mismos, gobernaremos nuestro devenir por la vida hacia la autenticidad, hacia ser uno mismo. Con la verdad por delante te das de hostias, sí, pero también desarrollas las herramientas necesarias para curarte de esas hostias: firmeza, auto aprobación y coherencia. Siguiendo con las enseñanzas del filósofo y ensayista, dice que el hombre se divide entre lo que debe ser, según el espíritu de la época, y lo que auténticamente es. Esto nos obliga a una lucha interna y constante contra lo establecido, si no lo sentimos como nuestro. Si alguna vez has tenido la sensación de no formar parte de la especie o si mantener una determinada conversación te ha parecido que era como andar bajo el agua, entonces es que has luchado contra ti mismo y has salido victorioso. ¿Por qué? Porque la vida es, sobre todo, una responsabilidad ante ti mismo. «El yo de cada uno de nosotros es ese ente extraño que, en nuestra íntima y secreta conciencia, sabe cada uno de nosotros qué tiene que ser», escribió Ortega en su Rebelión de las masas. Para ser auténticos debemos alimentar ese dialecto entre lo que se espera de nosotros y lo que finalmente somos, y tratar de que gane lo segundo. Y, llegados a este punto, podemos sacar la fanfarria porque hemos logrado llegar al segundo paso: la aceptación.

En la aceptación de uno mismo juega un papel muy importante la aceptación a los demás. Do ut des, o da lo que quieras recibir (literalmente, “doy para que des”). O lo que es lo mismo, respeto. Ese picor punzante que es la intransigencia nos atañe a todos de una forma u otra. Lo ajeno nos ofende por defecto porque estamos hechos para recelar, pero si miramos otra vez (respeto viene del latín respectus que significa “mirar de nuevo”) podemos ejercitar ese músculo que nos va a permitir, a posteriori, mirarnos a nosotros mismos con mayor indulgencia. Y no se trata de predicar en el desierto. El deporte de practicar el respeto es para los buscadores de la aceptación propia. El resto, que desfoguen en Twitter sus miserias. Desde que el psicólogo impulsor del humanismo, Carl Rogers, expusiera que todo ser humano, por el mero hecho de serlo, tiene derecho al respeto incondicional, la autoestima (que depende de nosotros y de los demás) se ha considerado esencial para el desarrollo personal. Para conseguir llegar a la autoestima necesitamos respetar y respetarnos.
Ahora que ya conocemos nuestra verdad y la hemos aceptado, el siguiente paso es convivir con ella. Nos tenemos que acostumbrar a alimentarla, escucharla y saber qué necesita. Es un trabajo para toda la vida que va evolucionando al mismo tiempo que nosotros mismos. Nuestra verdad no permanece inmutable. Las circunstancias nos erosionan y propician el aprendizaje pero, como ya conocemos nuestra esencia (nuestra verdad), nos enfrentamos a esas circunstancias con herramientas nuevas (adaptadas, por así decirlo) a nuestro propio ser, el que habita dentro de esa verdad. Por ejemplo, si sabemos que estar con gente nos desgasta, aprendemos a dosificar esos encuentros y recargar las pilas convenientemente después, pero ya con una perspectiva de consciencia sobre nosotros mismos que excluye, por defecto, la culpabilidad. Si, por el contrario, lo que necesitamos es el contacto humano para sentirnos realizados, lo buscaremos en equilibrio autoimpuesto para no generar dependencia. No debemos confundir aceptación con conformismo. La aceptación viene después del respeto, ya lo hemos visto; el conformismo es un cobarde que esconde la cabeza y busca atajos, los mismos que, a la larga, terminarán frustrando más que apaciguando. En este viaje vital (porque dura una vida) hacia nosotros mismos, es nuestro deber buscar infatigables ese lugar (encontrarlo o crearlo) en el que podemos abrirnos, enriquecernos y sentirnos aceptados.
Bien, una vez que conocemos esa verdad, la hemos aceptado y hemos decidido cuidarla, ya somos nosotros mismos. Así que vamos a la cuestión con la que abríamos: ¿qué precio pagamos? En los introspectivos, la soledad. En los entusiastas, la incomprensión. El cansancio en los generosos de corazón. Son sólo algunos ejemplos, pero, aunque lo parezcan, éstos no son males (necesariamente). A menos, claro, que en nuestra lucha interna vaya ganando el enemigo; es decir, que dudemos de nosotros mismos. Llegamos a lo verdaderamente importante: ¿merece la pena todo el esfuerzo que supone sacar a la luz ese loco que hemos logrado identificar y amarlo como nuestro yo? Hemos detectado nuestras taras, las hemos asimilado con el respeto que se merecen y las hemos aceptado como parte de nuestra verdad. Entonces, todos los reproches, las miradas de incomprensión, la condescendencia del que no comprende los misterios del alma… ¿merecen la pena? Pues si ser uno mismo es la única forma de evolucionar como individuo, sí, merecen la pena. Es imposible cambiar nuestro alrededor. La vida es lo que es. No necesitamos que los demás sean comprensivos si cada uno de nosotros se comprende a sí mismo. A la larga, vivir en calma con nosotros mismos es lo único que dará reposo a nuestro espíritu ya que el mal ajeno es ingobernable.
Podemos pelearnos con el mundo, caer y levantarnos, pero es nuestro deber reconciliarnos con nuestro ser, cuidarlo, escucharlo y aceptarlo porque ahí es donde reside la paz.
Abramos, pues, las puertas a la locura.

Muy bueno , ciertamente todos no hemos sentido o nos sentimos así continuamente, la aceptación propia por encima de de buscar la aprobación ajena. Conocerse a sí mismo le resta importancia a lo que los demás piensen de nosotros. Ya que estamos por encima de cualquier juicio ajeno
Estamos de acuerdo, ahora queda lo más difícil, llevarlo a cabo.
Gracias por leer 😉