Drogado, el tiempo se vuelve algo sin importancia. Juega contigo haciéndote creer que estás ahí, en ese instante, pero no estás. Estás enfrente, mirándolo todo y te divierte lo que ves. Pero como estás en ese instante y, a la vez, estás enfrente, el tiempo pierde su utilidad registradora. Contracciones y extensiones de minutos. Dilataciones, aumento de la frecuencia cardíaca, escalofríos a cámara lenta, neurotransmisores de serotonina viajando a velocidad de crucero. El tiempo jugando contigo es algo que podría asustar, pero no lo hace porque confías en él y te entregas a sus tejemanejes, risueño. Lo haces porque el tiempo es como el humo de un cigarrillo que, cuando lo tocas, cambia de forma irremediablemente, así que aprovechas que mira hacia otro lado para jugar a que nada tiene importancia.
Drogado, desaparece el velo en los ojos del que mira como si estuviera muy lejos. Que tal vez sea por la dilatación de las pupilas, nada más, y es sólo el efecto óptico de un anhelo de conexión el que te juega una mala pasada. La distancia que esos ojos guardan normalmente con los demás seres se diluye en sensaciones inexplicables. Sientes que puedes alargar la mano e introducirla en el pecho y tocar las venas como si fueran las cuerdas de un arpa. Es un arpa que los años dejaron inservible y que tú pretendes que vuelva a emitir sonidos armónicos, que es para lo que se creó. Sabes que puedes resucitarla a la vida, quitarle los silenciadores y ahora sientes un hormigueo en el hueco que hay detrás del lóbulo porque… Sí. Espera. Suena. Inclinas la cabeza, escuchas con atención; mueves los dedos suavemente dentro del pecho porque, sin duda, algo está pasando, algo ha iniciado un acorde que sólo tú puedes oír, simplemente porque estás ahí, en ese momento. Eso también te parece mágico aunque sólo sea porque ahora todo podría ser mágico si quisiera. Procuras no hacer movimientos bruscos porque si no, el efecto desaparecerá. Ojalá el tiempo fuera un dios, no algo en manos de dioses, para así poder rezarle que te ancle a ese sonido. Ese frágil acorde demuestra que hay vida aunque haga falta un estímulo muy fuerte en forma de molécula para percibirla.
Drogado, te inclinas sobre la encimera porque te arde tanto el cuerpo que el frescor de la piedra se siente como un bálsamo. La piel es una cosa ajena a ti y tan conectada a ti mismo que podrías describir cada poro si alguien quisiera escucharlo. Tienes centímetros y kilómetros de piel que necesita ser recorrida. Arde porque grita. Grita como si nunca la hubieran tocado y a lo mejor es así. La piel siempre se toca por primera vez. Te tumbas y estiras los brazos por encima de la cabeza desplegando un mapa lleno de luces de posición, invitando a que se construyan carreteras por dónde los dedos quieran.
Drogado, follas sin miedo a romperte el corazón en cada penetración. Se abre una dispensa temporal de consecuencias para que puedas entrar en el más completo de los abandonos. Comienzas entonces el proceso de anagnórisis. Ese eres tú; sólo que no eres tú, por supuesto, porque somos lo que no nos permitimos sentir. Los años que preceden a la caída de los imperios se condensan en un minuto de estallido sensorial. El orgasmo se vuelve atávico, tan incontrolable como sólo pueden serlo los guerreros sedientos de sangre. Muerdes porque puedes; lloras porque puedes; miras porque, por fin, puedes. Follas haciendo que lo poco o mucho que te anida por dentro tenga sentido, que importe, que puedas sentir algo en medio del adormecimiento que te han dejado los años de ser alguien que no encaja. Todos los universos que fuisteis ambos por separado confluyen en una mirada. El abismo, sólo por un instante que dura eones, te devuelve la mirada con ternura fenetilamínica.
Drogado, tal vez mientas al tiempo, al pasado y a ti mismo. Tal vez pretendas. Tal vez pagues un precio muy alto. O, tal vez, sólo aceptes resignado que tomarte un respiro de ti mismo es la única espita que queda para no caer en la cordura.