El único refugio.

 

 

 

 

 

 

         El único refugio posible es el escalón del taller de mi padre. Desde el recibidor, abres la puerta que da al garaje y hay un único escalón. Ahí es. Cuando te haces mayor, encuentras otros refugios como estar sentada al volante con el coche parado o el pasillo de los congelados (aunque esto puede que sólo sea cosa mía). Pero los sitios donde me sentí segura en algún momento de mi niñez son a los que quiero volver cuando el mundo se vuelve hostil. No reconozco mi vida ahora mismo. El tiempo se paró y las cosas siguen pasando a mi alrededor. Así que me siento aquí y lo observo trastear. Cierro los ojos y dejo que vengan los recuerdos. Siempre lo hacen envueltos en olor a tabaco y al limpiador de contactos.

         Mi padre convirtió el garaje de casa en su taller cuando cerró el que tuvo en Majadahonda. Puso el banco de trabajo contra la pared y un tablón de madera en el suelo para aislar la corriente (siempre lleva suelas de goma por lo mismo). A la izquierda, el panel de herramientas. Junto a éste, el módulo de cajones diminutos para los cientos de fusibles distintos. Televisores destripados, vídeos con la tapa abierta y algún aspirador. Cajones y cajones de cables. La lijadora anclada al banco no podíamos tocarla, pero con el torno de mesa, mi hermano y yo echábamos las horas muertas. Cuando hacía buen tiempo, abría el portón y jugábamos en la entrada, porque nuestra casa daba a una calle sin salida. A cualquier hora de la tarde podías bajar y encontrarlo allí, inclinado bajo el flexo amarillo, con el televisor pequeño del estante sintonizado en A Galega. Por las mañanas, trabajaba en el Centro.

         Allí trabajaba mi madre también. Cuando se cogió la excedencia para tener a mi hermano pequeño, de vez en cuando nos llevaba. Con el tiempo, supimos lo que era un Centro de Salud Farmacobiológico, pero en casa era sólo el Centro. Mientras ella saludaba a sus compañeros, nosotros subíamos por las escaleras hasta la última planta y corríamos por el pasillo de linóleo hasta llegar al diminuto cubículo en el que mi padre reparaba todo lo reparable. En aquella época no estaba para tonterías (igual que no sabíamos lo que era un Centro Farmacobiológico, tampoco sabíamos lo que era una depresión), así que nos peleábamos en modo silencioso por subir al único taburete y lo observábamos soldar estaño. A veces nos hacía una señal a uno de los dos para que le sujetáramos los alicates. Ese era un buen día. El resto, eran malos. Y luego los había muy malos. Esos días había amenaza de cinto (que nunca se cumplió) y muchos portazos a los muebles de la cocina. En algún momento descubrieron que algo no iba bien la química de su cerebro y le pusieron remedio. Entonces supe lo que ya intuía desde niña: que mi padre siempre fue un ser de luz.

         Años más tarde, la nube negra pasó y era jefe de mantenimiento. Cuando íbamos al Centro después del instituto, teníamos que correr detrás de él porque todo era: «Maceda, esto; Maceda, lo otro». El ceño ya no estaba fruncido y la mirada chispeante que siempre le fue más natural, afloraba con cada uno que se cruzaba. Ya nunca estaba enfadado (por lo menos fuera de casa, la ciclotimia nunca descansa del todo) y todo el mundo lo quería para algo, aunque fuera para hacerle un chiste. El teléfono móvil al que siempre se había resistido ocupó su lugar en el bolsillo de la camisa. Le encantaba estar con gente y solucionar problemas. Por la mañana, el Centro; por la tarde, el taller. Los fines de semana, las antenas. Hasta el ictus.

         Jura y perjura que fue por dejar de fumar. Que hasta entonces había estado bien. El hecho de que su teléfono sonara hasta los domingos, tal vez porque se había caído la red eléctrica en Micro y los que quedaban de guardia no sabían encontrarse el culo con un mapa y una linterna a lo mejor tuvo algo que ver. Su mirada chispeante desmentía el cabreo que quería aparentar. Unos meses después de haber dejado las dos cajetillas de Ducados, se levantó una mañana y, cuando quiso hablar, no le salieron las palabras. Mi madre (que aún siguió unos cuantos años más metiéndose las mismas cajetillas de Ducados) ni preguntó. Lo metió en el coche y tiró para el hospital, salvándole la vida de paso. No hubo secuelas graves. Sólo que en casa se decidió que una prejubilación con sesenta y cuatro años estaba bien. Le quedó el taller. Bueno, y las antenas.

         Mi hermano iba siempre con él a montar antenas. Contemplaba maravillado a ese sexagenario de pelo blanco y tez curtida andar por las tejas como si fuera un gato. Un día se cayó. En casa siempre se ha sido muy del esoterismo. Después de la cena, abundaban las historias de fantasmas. Cuando mi hermano cuenta la historia, no se cansa de repetir que allí pasó algo. Era un chalet de dos plantas de una urbanización en las afueras del pueblo. Él estaba abajo, al pie de la escalera, soltando cable. Mi padre andaba por el borde del tejado. Resbaló y se precipitó al césped. Y ahí es dónde mi hermano asegura que, en lugar de caer a plomo, se posó. Tal vez, la impresión le jugó una mala pasada. Tal vez, el césped amortiguó una caída que a otro hombre de esa edad hubiera aplastado. Tal vez, como ellos relatan, allí pasó algo. Por mi parte, yo no creo en meigas, pero haberlas, haylas.

         Con el tiempo, la gente dejó de llevar televisores a reparar. La manía de mi padre de no cobrar por visita (ni para sintonizar), las Smart TV, la TDT integrada y el resto de maravillosos y putísimos avances tecnológicos, han dejado morir poco a poco el taller. Él dice que gracias a Dios, se fue del Centro antes de que entraran los sistemas informáticos. Sentado a la mesa de la cocina, dice que no comprende el mundo. Yo asiento porque tengo cuarenta años menos que él y tampoco lo comprendo mucho mejor. Vemos Las chicas de oro y nos reímos con los chistes verdes de Sofía. Ahora, el taller está invadido por toda clase de cachivaches que los nietos han ido dejando por ahí. En el banco queda algún televisor que los viejos del pueblo no tiran. Cuando voy, procuro llevarle algo para reparar. Al principio le da pereza, pero enseguida se abstrae y continúa enfrascado horas y horas. La última vez, le llevé un radiocasete que no tiraba de la cinta. Detectó el problema en un rodamiento y se pegó la tarde tratando de fabricar otro (totalmente descartado encontrar repuestos de un aparato tan viejo). De vez en cuando se le escapaba una pieza de las pinzas y se ponía a jurar. Siempre que está concentrado, va murmurando frases como: ahora viene cuando la operan. Hacia el final, escucho: si lo arreglo, bailo. En esas ocasiones, poco a poco, un viejo entusiasmo se abre camino entre la desidia de la jubilación y la rutina de llevar a los niños al cole y comprar el pan cada mañana y un matrimonio difícil y longevo y tendencias depresivas y un alma aventurera y curiosa acallada por las disposiciones de la vida.

         Yo tenía cuatro años cuando mi padre, con más de cuarenta y una vida ya gastada, llegó a nosotros. Me cogió en brazos y yo le pregunté: ¿Vas a ser mi papá ahora? Él dijo: ¿Quieres? Yo asentí y culebreé para bajarme e ir a correr. Ese fue el contrato. No tengo su sangre, pero él tiene mi vida en sus pupilas.

         Lo observo sentada en el escalón. En otro tiempo, en otro lugar, el mundo sigue sin tener sentido. Pero aquí solo soy una niña que observa el tiempo. Aún huele a tabaco. Este es el único refugio posible.

 

 

 

 

11 comentarios en “El único refugio.”

  1. @GentelmanMist

    Diana
    Siento no saber plasmar con palabras el placer al leerte. Consigues que al acabar una frase desee que llegue rápido la siguiente….
    Tan real, tan identificado a veces contigo, y otras justo lo contrario…eres tan tú…

    Gracias

      1. @GentlemanMist

        Con las prisas…firmé mal

        @GentlemanMist

        Esa cabeza mía.

        He leído otro relato sólo a medias. Espero poder continuarlo en breve…es adictivo en parte, aunque duro

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