
Había una vez una chica que, a veces, tenía accesos de mal genio.
Eso tuvo Jack Torrance cuando le rompió sin querer el brazo a su hijo. Sólo intentaba girarlo para darle unos azotes por haber vertido la cerveza sobre sus papeles, pero entonces oyó el crac. Jack no tuvo la culpa; él era un buen tipo. Simplemente, tuvo un acceso de mal genio. Nuestra chica no era una persona violenta en absoluto. Nunca le había dado un puñetazo en la cara a nadie ni lo había recibido. No dejaba que las cosas llegaran a ese extremo. No concebía pegar a nadie si no era únicamente para defenderse. Ella no increpaba a los demás mientras conducía ni jamás había maltratado a un funcionario en su puesto de trabajo por muy recalcitrante que éste resultara. Las personas que se comportan así le recordaban a esos perros demasiado pequeños para comprender su existencia, que lo manifiestan ladrando a todo lo que les intimida. Que es todo. Vas hacia ellos y reculan en estado de pánico sin dejar de ladrar. La inseguridad nos hace volubles, pensaba. Ella no era así. Solía tomarse las cosas con calma. «Tiene que controlar su temperamento», escribía su profesora en los boletines trimestrales. Y ella procuró hacer caso a ese bienintencionado y algo intranquilo consejo. De verdad que lo intentaba. Es sólo que, a veces, tenía accesos de mal genio.
Esta noche, nuestra chica no se encuentra en su mejor momento. Hace unos días colapsó y decidió hacerse bola para dejar que el mundo girara sin ella un tiempo. No mucho, lo justo para que sus terminaciones nerviosas volvieran a ser el tejido conjuntivo subcutáneo que siempre fueron, en lugar de los cables de alta tensión submarina en los que se habían convertido. No era, tal vez, el momento adecuado para que vinieran a increparle. Ni a respirarle cerca, en realidad. Mientras cierra la puerta con los nudillos blancos y deja que el latido de las sienes vaya remitiendo, nosotros podemos rememorar aquella otra noche de hace tres o cuatro años. En realidad, la muchacha de la chaqueta se confundió, eso es todo. Y, técnicamente, nuestra chica no la agredió. En la semioscuridad de un pub, es fácil confundir una chaqueta de poliéster ratonero con su perfecto de suave cuero. Al fin y al cabo, ambas eran rojas. Le puede pasar a cualquiera. Al darse cuenta de que su cazadora de cuero había desaparecido y en su lugar habían dejado aquella ordinariez (de Bershka seguramente), salió a la calle con paso decidido. Había pasado demasiados años detrás de la barra de alguna discoteca para saber que las confusiones de chaquetas no eran confusiones. Lo siguiente ocurrió con plena consciencia. A la gente le gusta decir que no recuerda nada después de una borrachera o de drogarse o después de un acceso violento. Supongo que es la única forma que tienen de perder el control y seguir viviendo consigo mismos. Algunas veces, una oportuna amnesia es todo lo que necesitamos. Ella siempre recordaba. Así que esa noche no hubo piloto automático ni habrá aquí justificaciones. Se había producido una injusticia y tenía una tarea que realizar. Nunca buscaba problemas, pero si el universo se desequilibra momentáneamente, no había más remedio que restablecerlo. Pero estaba enfadada; muy enfadada. De mal genio, diríamos. Preguntó al portero si había visto salir a alguien con una cazadora de cuero roja. Él asintió, oteó entre la gente que ocupaba la entrada y señaló con la cabeza un grupo de tres chicas que ya doblaban la esquina. Una de ellas llevaba su perfecto en el brazo. Se dirigió hacia allí con la furia martilleándole en los oídos. Cogió del hombro a la muchacha que llevaba su chaqueta y ésta compuso de inmediato una expresión de dolor. Si no hubiera visto ese destello de culpabilidad debajo, seguramente lo habría dejado ahí.
—Perdona, esto no es tuyo, ¿no? —dijo.
Las otras dieron un paso atrás, empujadas por una energía invisible. La muchacha de la chaqueta farfulló algo con ojos asustados. No era una macarra, sólo una lista. Pero eso no detuvo a nuestra chica, ¿verdad?
—Ven, que me parece que te has confundido.
La cogió de la nuca por ese sitio en el que, si presionas con la fuerza adecuada, la persona se desbarata como un gatito. La muchacha soltó un grito. La llevó en volandas de nuevo hacia el local. El portero le abrió la puerta con parsimonia. Sus amigas salían a buscarla, pero apenas les prestó atención. La muchacha se retorcía, así que la agarró también del brazo en un ángulo no demasiado cómodo para ningún brazo. Empezaron a caerle lágrimas por la cara. Cuando llegaron al taburete, cogió la chaqueta ratonera y se la restregó por la cara, como un perrillo que se hubiera meado en las zapatillas.
—Esta es tu chaqueta, ¿verdad? ¿Te parecen iguales? ¿Te parece que tienen algo que ver? ¡Te parece que se pueden confundir!
La muchacha trataba de apartarse de la chaqueta y de ella. Entonces, dos de las amigas de nuestra chica la agarraron.
—Venga, ya está —gritaron por encima de la música—. Tronca, déjala. Vámonos.
La soltó contra el taburete y ella se agarró a él para no caer.
Se puso su cazadora recuperada y salieron. Ya en el coche, su mejor amiga la miraba por el espejo retrovisor.
—¿Qué coño te pasa, tía? ¿No podías recuperar la chaqueta y ya está?
Sí, podía haberlo hecho, pensó. Podía haber cogido su cazadora del brazo de la muchacha sin que ni ella ni sus amigas hubieran siquiera protestado. Lo sabía por aquella mirada de culpabilidad. Incluso la podía haber dado por perdida en el momento en el que se dio cuenta de que no estaba. Pero, a veces, la inercia en nuestro interior sólo nos deja ir hacia delante. Y, a veces, no es inercia en absoluto, sino una fuerza consciente y muy muy placentera. Bueno, tuvo un acceso de mal genio, eso es todo.
Había más noches.
«Ni se te ocurra volver a ponerme la mano encima», dijo. Él, que le doblaba en peso y que se habría cortado su propia mano antes que ponérsela encima a ella. Miró la puerta del dormitorio destrozada a patadas. No parecía algo propio de nuestra chica, siempre tan dialogante. Pero esa noche, para ella se habían acabado las palabras en algún momento entre «¿Para qué, si eres una obsesiva y no dejas pasar ni una?» y «A ti lo que te pasa es que eres demasiado lista». No son grandes afrentas. Debió ser sólo un acceso de mal genio.
Su tía, que le sacaba apenas ocho años y la llevaba a todas partes con ella, enseñándole los moratones de las piernas a su madre, que la castigó con algo a lo que ella respondió «Me da igual». Aquella otra chica sorprendida de verse tirada en el suelo enfrente del McDonald´s tras haber intentado darle una patada. Un tipo tratando de zafarse de ella para no clavarse contra la barra los cristales del vaso que él mismo acababa de romperle contra el brazo. Un acceso de mal genio. Mal genio. Mal
«Debe controlar su temperamento»
genio. Eso es todo. Uno trata de evitar el ventisquero el mayor tiempo posible porque sabe que ese viento revuelve algo turbio detrás de los ojos. No hay mucho más que podamos hacer.
Las palabras aún retumban en el descansillo. Nuestra chica pensó que sus nervios destrozados iban a terminar de partirse delante de esa loca. Casi habría agradecido un momento de enajenación. Un chasquido, una explosión blanca y luego la nada. Pero no. Recordó
«Debe controlar su temperamento»
y se limitó a mirarla y decir:
—Sube. Y ni se te vuelva a ocurrir llamar aquí porque a la próxima, le prendo fuego al piso contigo dentro.
Parpadeo de suspicacia en una mirada por lo general preñada de estúpida bravuconería.
—¿Qué?
—Que como no subas, te estampo la cabeza contra la pared.
Un paso al frente mientras lo decía; la mujer, como en un espejo, un paso atrás. Nuestra chica esperaba nuevas incongruencias de lunática pero, después de unos momentos, decidió alejarse despacio en dirección a la escalera como si hubiera visto algo que no le cuadraba. Lamentó que se alejara. Lo lamentó de veras. Porque ella no era una persona violenta. Jamás se le habría ocurrido ir a molestar a nadie. Es sólo que, a veces…