
Ya va bajando la bilis. Tampoco ha sido gran cosa, en realidad.
A veces, tengo accesos de mal genio.
Eso tuvo Jack Torrance cuando le rompió sin querer el brazo a su hijo. Sólo intentaba girarlo para darle unos azotes por haber vertido la cerveza sobre sus papeles, pero entonces oyó el crac. Jack no tuvo la culpa; él era un buen tipo. Simplemente, tuvo un acceso de mal genio. Yo no soy violenta en absoluto. Nunca le he dado un puñetazo en la cara a nadie ni lo he recibido. No dejo que las cosas lleguen a ese extremo. No concibo pegar a nadie si no es únicamente para defenderme. No increpo a los demás mientras conduzco ni jamás he maltratado a un funcionario en su puesto de trabajo por muy recalcitrante que éste resulte. Las personas que se comportan así me recuerdan a esos perros demasiado pequeños para comprender su existencia, que lo manifiestan ladrando a todo lo que les intimida. Que es todo. La inseguridad nos hace volubles. Yo no soy así. Suelo tomarme las cosas con calma. «Tiene que controlar su temperamento», escribió mi profesora en un boletines trimestral. He procurado hacer caso a ese bienintencionado y algo preocupado consejo. De verdad que lo he intentado. Es sólo que a veces, tengo accesos de mal genio.
Esta noche no me encuentro en mi mejor momento. Hace unos días decidí hacerme bola y dejar que el mundo girara sin mí por un tiempo. No mucho, lo justo para que las terminaciones nerviosas volvieran a ser el tejido conjuntivo subcutáneo que siempre fueron, en lugar de los cables de alta tensión submarina en los que se habían convertido en los últimos días. No era, tal vez, el momento adecuado para que vinieran a increparme a mi propia casa. Ni a respirarme cerca, si a esas vamos. Cierro la puerta y dejo que el latido de las sienes vaya remitiendo. Acude a mi mente el recuerdo aquella noche de hace tres o cuatro años.
En realidad la muchacha se confundió, eso es todo. Y técnicamente, no la agredí. En la semioscuridad de un pub, resulta fácil confundir una chaqueta de poliéster ratonero con mi perfecto de suave cuero. Al fin y al cabo, ambas eran rojas. Le puede pasar a cualquiera. Al darme cuenta de que mi cazadora de cuero había desaparecido y en su lugar habían dejado aquella ordinariez (de Bershka seguramente), salí a la calle con paso decidido. He pasado demasiados años detrás de la barra de discotecas para saber que las confusiones de chaquetas no acostumbran ser confusiones. Lo siguiente ocurrió con plena consciencia. A la gente le gusta decir que no recuerda nada después de una borrachera o de drogarse o después de un acceso violento, pero creo que lo hacen como única forma de perder el control y seguir viviendo consigo mismos. Algunas veces, una oportuna amnesia es todo lo que necesitamos. Yo siempre recuerdo. Así que esa noche no hubo piloto automático ni habrá aquí justificaciones. Se había producido una injusticia y tenía una tarea que realizar. Nunca busco problemas, pero si el universo se desequilibra momentáneamente, no hay más remedio que restablecerlo. Pero estaba enfadada; muy enfadada. De mal genio, diríamos. Pregunté al portero si había visto salir a alguien con una cazadora de cuero roja. Él asintió, oteó entre la gente que ocupaba la acera y señaló con la cabeza un grupo de tres chicas que ya doblaban la esquina. Una de ellas llevaba mi perfecto en el brazo. Me dirigí hacia allí con la furia martilleando en los oídos. Cogí del hombro a la que llevaba mi chaqueta. La muchacha compuso una expresión de dolor. Si no hubiera visto ese destello de culpabilidad debajo, seguramente lo habría dejado ahí.
—Perdona, esto no es tuyo—dije.
Las otras dieron un paso atrás, empujadas por una energía invisible. La muchacha de la chaqueta farfulló con ojos asustados. No era una macarra, sólo una lista. Pero eso me detuvo, ¿verdad?
—Ven, que me parece que te has confundido.
La cogí de la nuca por ese sitio en el que, si presionas con la fuerza adecuada, la persona se desbarata como un gatito. La muchacha soltó un grito. La llevé en volandas de nuevo hacia el local. El portero abrió la puerta con parsimonia. Mis amigas salían en ese momento a buscarme, pero apenas les presté atención. La muchacha se retorcía, así que la agarré también del brazo en un ángulo no demasiado cómodo para ningún brazo. Empezaron a caerle lágrimas por la cara. Cuando llegamos al taburete, agarré su chaqueta y se la restregué por la cara, como a un perrillo que se hubiera meado en las zapatillas.
—Esta es tu chaqueta, ¿verdad? ¿Te parecen iguales? ¿Te parece que tienen algo que ver? ¡Te parecen iguales!
La muchacha trataba de apartarse de la chaqueta y de mí. Entonces, mis amigas me agarraron.
—Venga, ya está —gritaban por encima de la música—. Tronca, déjala. Vámonos.
La solté contra el taburete y ella se agarró a él para no caer.
Me puso mi cazadora y salimos.
—¿Qué coño te pasa, tía? —mi amiga me miraba por el espejo retrovisor— ¿No podías recuperar la chaqueta y ya está?
Sí, podía haberlo hecho. Podía haber cogido mi cazadora del brazo de la muchacha sin que ni ella ni sus amigas hubieran siquiera protestado. Lo sabía por aquella mirada de culpabilidad. Incluso la podía haber dado por perdida en el momento en el que me di cuenta de que no estaba. Pero, a veces, la inercia en nuestro interior sólo nos deja ir hacia delante. Y tuve un acceso de mal genio, eso es todo.
Había más noches.
«Ni se te ocurra volver a ponerme la mano encima», dijo. Él, que me doblaba en peso y que se habría cortado su propia mano antes que ponérmela encima a mí. Miré la puerta del dormitorio destrozada a patadas. No parecía algo propio de mí, siempre tan dialogante. Pero esa noche se habían acabado las palabras en algún momento entre «¿Para qué, si siempre lo llevas todo anotadito y no dejas pasar ni una?» y «A ti lo que te pasa es que eres demasiado lista». No son grandes afrentas. Debió ser sólo un acceso de mal genio.
Mi tía, que me sacaba apenas ocho años y me llevaba a todas partes con ella, enseñándole los moratones de las piernas a mi madre. Me castigó con algo que no recuerdo pero a lo que respondí: «Me da igual». Aquella otra chica sorprendida de verse tirada en el suelo enfrente del McDonald´s tras haber intentado darme una patada. Un tipo tratando de zafarse de mí para no clavarse los cristales del vaso que él mismo acababa de romperme contra el brazo. Un acceso de mal genio. Mal genio. Mal
«Debe controlar su temperamento»
genio. Eso es todo. Uno trata de evitar el ventisquero el mayor tiempo posible porque sabe que le revuelve la cordura. No hay mucho más que podamos hacer.
Las palabras aún retumban en el descansillo. Pensé que mis nervios destrozados iban a terminar de partirse delante de esa loca. Casi habría agradecido un momento de enajenación. Una explosión blanca y luego la nada. Pero no. Esperé a que terminara su perorata sin sentido sobre que ella en su casa podía mover todos los muebles que le diera la gana y recordé
«Debe controlar su temperamento»
a esos perros sin cerebro. Dije:
—Sube. Y ni se te vuelva a ocurrir llamar aquí porque a la próxima, le prendo fuego al piso contigo dentro.
Parpadeó con suspicacia. Por lo general, su mirada estaba preñada de estúpida bravuconería.
—¿Qué?
—Que como no subas, te estampo la cabeza ahora mismo contra la pared.
Di un paso al frente mientras lo decía; la mujer, como en un espejo, dio un paso atrás. Esperé nuevas incongruencias de lunática pero, después de unos momentos, decidió alejarse despacio en dirección a la escalera como si hubiera visto algo que no le cuadraba. Lamenté que se alejara. Lo lamenté mucho. Porque yo no era violenta. Jamás se me habría ocurrido ir a molestar a nadie. Es sólo que, a veces…
Esta vez prefiero no decir nada. Cada vez que intento pensar en algo para comentar, me vienen imágenes de cómo acabaron las cosas en el Hotel Overlook. No quisiera vivirlo.
En cambio, prefiero guiñar un ojo a modo de felicitación y continuar mi recorrido por este campo minado.
¿Qué vendrá ahora?