Tan frío

         

 

 

 

         —Es una cosa curiosa como sentir demasiado te ha vuelto tan frío —dijo a través del espejo. 

         Ya ni siquiera la veía enfadada. Solo metía cremas y támpax en su neceser. Un neceser negro que yo ni siquiera sabía que estaba en mi baño. Miré alrededor pensando qué otras cosas habían nacido en mi casa en estos meses sin que me diera cuenta, a parte del rencor.

         Llega el tren y miro la hora por inercia, aunque sé de sobra que son las diez y veinte de la noche. Hace calor y va a llover. El tren se detiene en el andén y las palabras de esta mañana chirrían en mi cabeza confundiéndose con los frenos. Ese sonido tiene la peculiaridad de irritar la parte de mí que odia sentirse culpable. Entro en el vagón y me dirijo al extremo, al mismo asiento que ocupo cada noche desde hace tres años y medio. Poca gente coge el tren de vuelta para salir de la ciudad a estas horas. Para mí, es el de ida. Me viene a la cabeza otra frase de esta mañana:

         —Aceptaste ese trabajo para alejarte todavía más de la gente.

         El asombro no me dejó ni responder con sarcasmo. ¿De veras hice eso? Pero si fue Javi el que me ofreció el puesto. Quería irse tres meses a Londres para el máster de Dirección de Arte y me dijo que le sustituyera como vigilante en la cementera. Ya me había pulido las regalías de ese año, así que acepté. Dijo que sólo tendría que dar una vuelta cada hora y podría leer el resto de la noche en la garita. Javi nunca volvió de Londres y yo me quedé en la cementera. Era un lugar silencioso. Aún no había encontrado el motivo para buscar otra cosa y, sí, puede que trabajar de noche y dormir de día me hubiera servido de excusa en más de una ocasión para librarme de algún plan, pero tanto como aceptar un trabajo para poder sentirme convenientemente aislado de la sociedad,  no sé.

         Gruesos goterones chocan contra el cristal en cuanto emprendemos la marcha. Treinta y cinco minutos en el tren cada día son todo lo que necesito para equilibrar las cosas. El tren es una máquina inmensa y confiable que emite un sonido tranquilizador. Se abre, te acoge y te deja sano y salvo al otro lado. Por la ventanilla observo pasar primero edificios, luego naves industriales y, por último, el mar. En los Prados se sube una chica completamente empapada y ocupa, de los cuatro asientos, el diagonal al mío junto al pasillo. Giro un poco las piernas para que no se rocen nuestras rodillas. Miro con disimulo el resto del vagón y lo encuentro, sin sorpresa, medio vacío. En uno de los cuatro asientos del otro lado del pasillo, un borracho duerme con la boca abierta. En cualquier momento, un hilo de baba empezará a caerle en la pechera de la camisa. Comprendo que a esa chica mi cercanía le haya resultado algo menos arriesgada. Y ha venido hasta aquí porque le gusta sentarse al extremo del vagón, como a mí. Pero prefiere ir contra la marcha, cosa que no comparto, pero entiendo. Es propio de personas que van por la vida con insolente confianza porque el mundo se comporta tal y como ellos desean sin necesidad de vigilarlo. Exactamente lo opuesto a mí. Yo siento que la vida es un período hostil y lo único que puedo hacer es vigilar que los golpes no me den de lleno. La miro de reojo y no sé si es bonita o solo tiene los dientes separados. Deja la mochila vaquera en el asiento que tengo enfrente. Está mojada como ella y luce media docena de chapas en la solapa. Para no mirar cómo se le pega el vestido, me entretengo en inspeccionarlas. Una de las chapas es la clave de sol. ¿Será músico? O quizás una de esas diletantes que aprendió algo de guitarra y piano de forma autodidacta. Otra de Batman, el logo antiguo. Una de Sons of Anarchy y un par más de grupos de rock de los noventa. Pero la que realmente me llama atención es la del cuervo de Poe y la inscripción Nevermore! con la exclamación final. No puedo apartar los ojos de la chapa. No es que sea una referencia minoritaria, pero esa exclamación, de alguna forma que no alcanzo comprender, me ha golpeado el pecho. Levanto la vista y ella me está mirando. Tiene un gesto adusto, irritado. Pillado en falta, dirijo la mirada a la ventana. Ahora la lluvia es una cortina densa. Hace rato que dejamos atrás las últimas luces de ninguna población, así que sólo distingo el agua caer en el reflejo de las farolas de la vía cada kilómetro y medio exacto. Esa periodicidad me hipnotiza y, por un momento, vuelvo a esta mañana.

         Ni siquiera debería estar levantado cuando ella se marchó. Me despertó el ruido de un libro cayendo de plano al suelo. Ese ruido sonó como la constatación de que la vida seguía pasando sin que yo estuviera ahí. Me asomé al salón restregándome la cara.

         —Lo siento— dijo.

         Estaba recogiendo sus cosas, era evidente, así que no sabía si la disculpa era por eso o por el ruido.

         —¿Te vas?

         —Sí.

         Era el final de una larga conversación que manteníamos desde hacía semanas. Había empezado con un reproche, eso lo sé seguro, pero qué me aspen si recuerdo cuál. En algún momento dejé de prestarle atención. Toda la fascinación que había sentido en octubre se fue diluyendo como el hielo en una copa. Observaba las gotas de condensación del vaso reconociendo todos los síntomas y sin poder hacer nada por evitarlo. Sabía lo que vendría a continuación como si yo mismo hubiese escrito el guion. Que así era, en cierto modo. Ella seguía siendo tan afilada, interesante y preciosa como el día que la conocí, pero yo no podía mantener el entusiasmo por nada más allá de un período determinado. El porqué de esa deficiencia era algo en lo que tendría que ahondar tarde o temprano. Tal vez mañana, cuando despertara de nuevo en el silencio de una casa que ya no tendría ningún támpax en el baño.

         Un roce en la rodilla me sacó de mis pensamientos. La chica se estaba quitando la cazadora, también vaquera como la mochila. Esa conjunción me pareció muy tierna y noventera. Ahora tenía mojado el vestido por la parte de abajo y seco por la parte de arriba. Volví a centrarme en la chapa de Poe.

         Rafael, mi profesor de inglés de segundo de BUP, me sacó a la pizarra a leer aquel poema. Se supone que debíamos presentar un comentario de texto sobre The Raven en clase, pero yo había pasado la tarde ensayando con el grupo y ni siquiera le había echado un vistazo. Mi madre miraba las notas cada trimestre con interés decreciente y repetía:

         —Un músico increíble vas a ser, con el cerebro completamente vacío.

         El castigo de Rafael fue sacarme a la pizarra, pues sabía perfectamente que odiaba ser el centro de atención. Empecé a leer entre toses impertinentes y risas. El motivo de las risas era que tenía mejor acento que mis compañeros. En primero, mi madre reunió suficiente dinero haciendo turnos en el hospital para mandarme el verano a Brighton y eso me estaba provocando la primera conducta rebelde de las muchas que marcarían mi vida: cuanto más se reían mis compañeros, mejor pronunciaba yo. Comencé y, aunque había alguna palabra aquí y allá que no comprendía, el tono fúnebre fue abriéndose paso. Leía una estrofa tras otra sin pararme a analizar, sintiendo que me hundía en las palabras hasta que dejé de oír risas y toses, no sé si porque ellos habían parado o porque yo estaba totalmente absorto. Cada nevermore se me antojaba más lúgubre y mi tono fue ganando gravedad. Terminé el poema enfatizando la última exclamación sin que se me rompiera la voz pero con los ojos anegados en lágrimas. El silencio inundó la clase. Levanté la cabeza esperando un aluvión de carcajadas, pero solo encontré rostros sobrecogidos. No estoy seguro de que todos hubieran entendido el contenido completo, pero creo que lo que pasó allí fue algo que todos los escritores vivos y muertos han perseguido incansables a lo largo de los siglos: que la carga emocional de las palabras sobrepase el significado.

         Rafael carraspeó y dijo:

         —Muy bien. Puedes sentarte. Espero tu comentario de texto en mi mesa al finalizar la clase.

         No tengo ni idea de qué demonios escribí en ese folio, pero Rafael puso el primer nueve con cinco del curso.

         —El medio punto te lo quito por la demora.

         El caso es que ese poema fue la puerta a algo. Me sumergí en Poe hasta el tuétano. Luego vino Wilde. También Roald Dahl y Dickens. De alguna manera, salté a Cortázar, Rulfo y Borges. Cuando llegué a Dostoyevski y Kafka hacía tiempo que la banda se había disuelto y el bajo cogía telarañas en su funda debajo de la cama. En algún momento, tanto leer me empujó a escribir, siendo lo segundo más necesidad que causalidad.

         Esta mañana, una frase de entre todas me había dejado más aturdido que las demás:

         —Ojalá no te quedaras con esa puta sensibilidad solo para lo que escribes. Lo peor de todo es saber que sientes esas cosas y jamás serán por mí.

         No entendí el reproche del todo, solo la frustración intrínseca en algo ajeno por completo a mí. Yo escribía ficción y todo el mundo sabe que no tiene por qué haber la más mínima relación entre lo que siente un personaje y lo que siente uno. Y si hay alguna semejanza, es más parecido a recordar un sueño que a describir un recuerdo. Es solo que comprender un sentimiento y tenerlo son cosas completamente distintas, no es algo que pudiera controlar.

         Noto que las minúsculas florecitas empiezan a pasar del malva al rosa a medida que se secan. No sé en qué momento he dejado de mirar la chapa de Poe para mirar el vestido de la chica. De nuevo pillado en falta, levanto la vista. Esta vez, tan bruscamente que se oye crujir el cuello. Ahora su expresión es de curiosidad. Nada amistosa, desde luego, pero sí ligeramente preocupada. Me pregunto qué clase de pensamientos ha visto pasar por mi rostro en el rato que he estado mirando su falda. La chapa, la clase de Rafael, el neceser negro como las alas de un cuervo.

         A veces creo que ese último Nevermore! que exclamé en clase conjuró mi devenir. En el silencio posterior, delante de todos mis compañeros, se decidió lo que yo sería y sentiría. Se decidió que sería alguien capaz de llorar por un frío poema pero que, con los ojos secos, dejaría salir por la puerta la piel más cálida que había conocido ni conocería jamás.

         La voz de la chica me sobresalta.

         —¿Por qué lloras?

         Parpadeo y, efectivamente, dos lágrimas gruesas como las primeras gotas de lluvia caen en el vaquero. Ella tiene el ceño fruncido como si se encontrara ante una encrucijada. Mira la chapa de Poe y de nuevo a mí. Después de una breve deliberación consigo misma, la desprende, cierra el imperdible con cuidado y me la tiende. Miro su mano confundido. Finalmente, entiendo el gesto y los ríos de ternura que encierra. Esa ternura se abre camino en mi pecho inundando a su paso órganos y extremidades, invocando una redención que no estoy seguro de merecer. Tomo la chapa justo cuando el tren se detiene. Es mi parada. Cojo mi propia mochila y bajo apresuradamente.

         Ya en el andén me doy la vuelta. Veo mi reflejo en el lugar en que ella está sentada. Aprieto fuerte la chapa. Se siente cálida.

 

 

 

1 comentario en “Tan frío”

  1. ¡Joder! Acabo de experimentar la sensación de atravesar un campo minado de frases que me explotaban en cada paso. En un instante, pasé de sentir angustia a soltar una risa en tan solo dos líneas. Supongo que la tensión inicial puede ser el preludio perfecto para la liberación que sigue a continuación.
    Sea como sea, de pronto me he visto enganchado a este blog.
    Seguiré adelante con la siguiente entrada.
    Gracias por el viaje.

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