O “Una oda particular a las americanadas”
Por Diana Benayas
Parece mentira que pueda malinterpretarse una canción con frases como «Nací en un pueblo de mala muerte, recibí la primera patada cuando nací, así que pusieron un rifle en mi mano», pero eso fue justo lo que hizo Reagan (con intención o sin intención, dependerá del calibre intelectual que le queramos dar al republicano) en su discurso de 1984 al mencionar a Springsteen como adalid del patriotismo. El Boss, en realidad, hablaba en su canción (como ha hablado siempre) de lo que le interesaba, de lo único que quería hablar: la clase trabajadora. Y de cómo habían sido abandonados los veteranos de la guerra de Vietnam. Springsteen dice en sus memorias que Born in U.S.A es «una de sus mejores y más malinterpretadas canciones». Al parecer, «la combinación de estrofas blues deprimidas y su entusiasta estribillo afirmativo, su demanda de voz patriótica junto al orgullo del lugar de origen, era demasiado conflictivo para sus oyentes menos exigentes». Con malinterpretaciones (e interpretaciones simplistas) o sin ellas, ha sido y sigue siendo una de las dos canciones más vendidas de su carrera junto con Dancing in the dark. Me gustaría pensar que ese éxito de ventas se debe a que la mayoría de gente entendió el mensaje, pero es posible que fuera todo lo contrario. Es posible que sólo les gustase cantar ese estribillo con la mano en alto. Yo me pregunto, ¿se puede ser comercial y tener algo qué decir? ¿Sólo vende lo vacío de contenido y fácil asimilación? ¿Cómo vamos de postureo al valorar sólo lo intelectual?

Hace poco, Scorsese se metió (conscientemente) en un jardín con los fans de Marvel, al afirmar que las películas de superhéroes no son cine. Y que uno de los más prodigiosos genios del celuloide eche por tierra lo que para muchos ha supuesto una marca generacional, duele. Para qué nos vamos a engañar. Ha escocido. El director tuvo a bien desarrollar, posteriormente, esas palabras sacadas de contexto en un artículo. Pero lo que hizo fue extenderse más en la idea pesimista de que el cine “de verdad” se va a la mierda por culpa de las superproducciones que se fabrican como McFlurrys. Añora un tiempo en el que el cine era puro porque sorprendía. Sostiene, no sin razón, que lo que hizo Hitchcock con un Cary Grant desconcertado no lo pueden alcanzar los hermanos Russo poniendo a una plétora de guerreros hipermusculados dando saltos. Personalmente, creo que Scorsese puede decir lo que quiera porque para eso se lo ha ganado; otra cosa es que los demás queramos hacer cátedra de ello. Porque la opinión es como el culo, todo el mundo tiene uno y no siempre está limpio. No en balde, la última película del cineasta se ha estrenado apenas un mes después en Netflix que en cines, según él, porque no ha encontrado apoyo suficiente para hacer una difusión como Dios manda en salas, ya que las carteleras están colapsadas por todo tipo de patochadas anabolizadas de efectos especiales. Normal que quiera hacer un poquito de pupa sembrando polémica. Curiosa es, también, la otra polémica que se levantó a colación de su utilización de la técnica del rejuvenecimiento digital (de-aging) para Robert de Niro y Al Pacino, y que fue posible gracias a películas como Ant-Man, que recaudan mucho dinero y ayudan a que se pueda innovar en estas cosas. Pero bueno, ese es otro tema.
Ahora, el término americanada ya no se estila tanto, pero el cine hollywoodiense está repleto de barras y estrellas. Incontestable en su contundencia en Independece Day, entretejido en la oscarizada Rocky, metido con calzador en Sully o sin sutileza ninguna en Objetivo: La casa blanca. Pero no debemos confundir películas comerciales, hechas para amasar dinero en taquilla, con el fervor patriótico yanqui. Son cosas distintas y hay basura y grandes obras en ambas. Las películas de Marvel no entran en el término estricto de americanada (de hecho, Black Panther es la antítesis del patriotismo yanqui), pero obviamente han sido creadas para arrastrar a hordas de fans a la salas. Y lo han conseguido por una sencilla razón: son buenas. Y eso no siempre es una cuestión de dinero. Guion, elenco, coherencia, humor, emoción. En una palabra: conexión. Es un viaje perfecto y sin fisuras del emisor al receptor. Una serie de concatenaciones meditadas y milimetradas que hacen que algo funcione. No vamos a entrar aquí en el peliagudo debate DC versus Marvel (entre otras cosas, porque se puede disfrutar de ambas, no son excluyentes), pero unas se han instalado como entidad inseparable en el imaginario colectivo para siempre y de forma irrefutable, y las otras siguen haciendo versión tras versión sin llegar a encontrar el Santo Grial.
Scorsese pertenece al llamado Nuevo Hollywood, que revolucionó el género de arriba abajo cambiando la forma en la que se hacían películas y dotando a la figura del director de un papel principal que en el viejo Hollywood le era negado. A partir de entonces, las películas tenían una firma. Es lógico pensar que su visión de lo que debe (pequeña arcada por emplear el imperativo) ser el cine esté teñida de una nostalgia por aquellas historias potentes, auténticas y, en muchos casos, desgarradoras como Annie Hall, La profecía o El padrino. Sin ánimo de enmendarle la plana a los genios (que por algo lo son), lo que su visión fatalista de la actualidad del cine quiere obviar es que siempre ha habido superproducciones desde la época de Cecile B. de Mille. Marvel ha creado un universo a parte de los cómics que ha marcado a una generación tanto como lo hiciera la saga de Star Wars en su momento. Y seguramente hubo alguien en ese momento dispuesto a poner a caer de un burro a Lucas, que salió, precisamente, de esa hornada del Nuevo Hollywood.

¿Este tipo de películas abusan del mercado? Sí. ¿Lo copan? No. En el año 2008 se estrenó Iron Man, dando el pistoletazo de salida al universo UMC, el mismo año que Danny Boyle se llevó ocho estatuillas y recaudó 400 millones de dólares con Slumgdog Millionarie. En 2018 han competido con la primera parte del final de la saga de superhéroes (nunca a nivel recaudatorio porque los millones que maneja la saga son ingobernables, como ingobernable es el imperio low cost de Primark) las películas Campeones y Un monstruo viene a verme. El final de la década marca, también, el final de la era más importante de Marvel. Han tocado techo y, aunque seguirán exprimiendo la naranja hasta la última gota, lo duro ya ha terminado. Se han seguido y se seguirán haciendo películas aparte de las mastodónticas superproducciones. Siempre ha sido así y siempre lo será. No es el final de nada, como lloran los puristas, son sólo ciclos que se repiten a lo largo de la historia. Siempre habrá buen cine: de bajo o alto presupuesto, con superestrellas o con nuevas promesas, con efectos especiales o con frases devastadoras, con croma o con brillantes diseños de fotografía.
¿Qué es lo importante, entonces? Juan Gómez-Jurado lo ha definido muy bien: «Sólo hay una clase de cultura que merezca la pena poseer, y es la que va en la mirada. Con la curiosidad y el buen talante de un niño, sepas mucho o poco, mirarás cualquier cosa intentando buscar en ella lo que merezca la pena». El cine es parte de esa necesidad de comunicación que termina convirtiéndose en arte. Te sientas en esa butaca, se apagan las luces y sabes que estás en el lugar adecuado. Cuando la película que estás viendo te provoca sensaciones físicas como piel de gallina, escozor tras los ojos o saltos de latido; cuando extiendes tu empatía porque descubres realidades que creías ajenas; cuando tu cerebro se amplía por el conocimiento adquirido; cuando sales de la sala embriagado de sentimientos, sean estos de terror, asombro, hilaridad o nostalgia. Es ahí, se ha producido esa comunicación. Si no te cuestionas de quién viene, si ha costado más o menos dinero o si su origen es yanqui, ruso o español, entonces te verás arrastrado a ese maravillo estado de suspensión de incredulidad, un lugar mágico dónde todo puede suceder.
Con la mirada limpia, caen los prejuicios y vence el arte.
