¿Qué es lo más despreciable que has hecho en tu vida?, pregunté una noche. Él apagó el cigarrillo y, sin mirarme, me contó que una vez se peleó con su hermana y le dio un bofetón. Ambos eran adultos cuando pasó y aún se odiaba por ello. En otra ocasión le pregunté a la hermana por la historia y ella me contó entre risas que le estaba partiendo una escoba en la espalda y apenas recordaba que él se hubiera defendido. Creo que fue por esa época cuando empecé a preguntarme qué es lo que nos hace buenas personas.
Hace unas semanas iba camino del gimnasio. Andaba deprisa, con una preocupación en el lóbulo frontal, dos decisiones por tomar en la mano izquierda y un disgusto en el tobillo. Agarraba fuerte la bolsa de deporte como si fuera a salir flotando sin ella. Además, llegaba tarde y mi gimnasio es de ese tipo pasivo-agresivo que te inunda de mensajes positivos por los altavoces y después te somete a una semana de castigo si faltas a una clase. Entonces, una anciana me habló desde el umbral de su casa a pie de calle. Parecía que llevaba un rato ahí. Una de las cosas que más odio en esta vida es hablar con desconocidos. Otra, es que me hablen ellos a mí.
—Perdona, hija.
Llevaba un teléfono móvil en la mano, un modelo antiguo de los que aún llevan teclado. Lo alzó un poco.
—¿Me puedes ayudar?
Sin dejar de andar, respondí:
—Lo siento, llevo mucha prisa.
No sé qué quería, pero no es difícil de adivinar: quería llamar a alguien. O tal vez necesitaba ayuda con alguna función, como poner sonido. «Llevo mucha prisa», fue mi respuesta. En los segundos que la vi, no me pareció enferma. No vi heridas ni lloraba. Eso me lo repito muchas veces; sobre todo a estas horas, cuando bajo las persianas y enciendo un par de lámparas. La casa hace sombras y a mí me parecen preguntas. No parecía desvalida pero vi su mirada cuando dije: «Lo siento, llevo mucha prisa». Se apagó, sólo eso. Yo apuré el paso y agarré más fuerte la bolsa de deporte porque ahora no sentía que flotaba, sentía que me hundía.
Una hora y media después pasé de nuevo por delante de la puerta desandando el camino hacia mi casa y no había nadie. Estaba cerrada. No me atreví a llamar. El mismo error se comete una y otra vez: la vez que lo haces y las que no lo arreglas. Llegué a casa, encaré un día complicado y lo olvidé. Hasta que llegó la noche y esa mirada apagándose volvió. Lo ha hecho muchas veces desde entonces.
Hace unos días, en la misma calle y a la misma hora pero a distinta altura, otra anciana me habló. Yo llevaba prisa igual, pero también algo más de desprecio por mí misma. Esta vez me paré. Lo hice contra mi voluntad, sí. Lo hice contra mi instinto ermitaño y huraño, sí. Lo hice por aquella otra anciana, sí.
—Ayúdame con esto, anda.
Llevaba unas bolsas en la mano pero ella me señalaba su zapato. Una especie de media se le arremolinaba en el tobillo. La miré sin entender.
—Súbeme la venda, hija, que no puedo agacharme.
Dejé la bolsa en el suelo, me agaché y le subí la venda hasta la rodilla. Veía las varices y la piel ajada y rota. Veía vida y más muerte de la que auguraba esa mañana de febrero. Ajusté bien la venda y me levanté.
—Ay, qué bendita.
No añadió nada más y siguió su camino. Yo seguí el mío.
La anciana del teléfono ha vuelto alguna noche más. Ella siempre sabrá más de mí que yo de ella. Ella sabrá que yo no soy buena persona y yo nunca sabré qué necesitaba ella. La anciana de la venda sólo vio un disfraz que me pongo cada vez que puedo. Me esfuerzo desde que tengo uso de razón por hacer lo que creo que tiene que hacer una buena persona porque siempre he sabido que no lo era. El egoísmo y un testarudo hermetismo se pueden confundir con independencia, pero son insolidarios. La misantropía no me hace sentir justificada y me destapa por las noches. No sé qué nos hace buenas personas; quizás sean los remordimientos o tal vez sea un sentimiento genuino de amor por el prójimo. No lo sé. No estoy destinada a salvar el mundo, ni siquiera a mí misma. Me conformo con saber qué necesitaba esa anciana.

Esas miradas apagadas siempre vuelven. Te acompañan durante muchísimos años.