
Vuelvo a casa. Había ruido y comida y cerveza y gente que me hace reír, se preocupa por mí y me deja una sensación de vacío. A veces dos o tres son más que doce o trece. El vacío no es por ellos, lo tengo yo dentro. Lo que me ha pasado es que, por algún motivo, ese vacío que normalmente reposa sin dar mayores problemas en el pecho, se ha expandido hasta llegar a las puntas de los dedos. Entonces, toda clase de reflexiones inconexas han colisionado y me he doblado con un gemido quedo. Hay mucha gente en la calle. Alguien está vomitando en el bordillo unos metros más adelante, como quien hace una empresa rutinaria. Su compañero observa y luego pregunta: ¿ya está? Siguen andando. Mi gemido ha pasado desapercibido. Sólo se me ocurre una forma de contrarrestar la expansión de esta nada y es dictarle el principio de esto al teléfono.
(Me gusta que sea esta puta admiración lo que me esté matando).
Vuelvo a casa, como decía, rodeada de gente que apesta a Navidad. Quiero llegar y poner todo esto en algún lado porque, de un tiempo a esta parte, sólo hay una cosa que me hace callar. No a mí, a mi mente. Ya va un par de veces que me he visto gritándome: ¡para ya! No es que antes no hablara sola pero ahora, por lo visto, me grito. El control de los propios pensamientos es algo que solía llevar a gala y ahora resulta que me tengo que pegar un grito, como quien regaña a un niño cuando lleva un rato con el mismo soniquete. ¡Para ya! Todo, porque unos sentimientos no encuentran asidero. Lo que me hace callar —no a mí, a mi mente— es sentarme aquí y ponerlo ante la vista. Ordenar frases con mayor o menor resonancia. Buscar metáforas que nadie entienda pero con las que alguien se sienta identificado. Engañar contando la verdad. Si me pongo a leer, me grito; si veo una película, me grito. Sentándome aquí se desactivan los mecanismos de autolesión. He leído en algún lado que cuando el dolor se cronifica más allá de la propia sintomatología de una patología, debe tratarse como una enfermedad por sí misma. A lo mejor, sentándome aquí provoco un alivio momentáneo simplemente por el acto de ignorar la enfermedad. Veo de reojo lo que me aprieta el brazo y le digo que espere, que estoy en vena.
(Me gusta estar desnuda cuando él está vestido).
Vuelvo a casa, estaba diciendo, y paso por diferentes barrios, cada uno con sus bares y su ambiente y me pregunto cuál es el mío. Creo que nunca he tenido. Cuando iba al instituto me juntaba, ora con los pijos de Majadahonda, ora con los heavys de Argüelles. No pertenecía a ninguno y me acogían en ambos. Fuera con quien fuera, llevaba el mismo peto vaquero con los tirantes descolgados y la misma camisa blanca que mi padre ya no se ponía. No fui pija como Richard, ni grunge como Rodrigo, ni siniestra como Lourdes pero, por algún motivo, me hacían hueco en todos lados. No desentonaba en la casa ocupa de Embajadores donde pasamos la noche de Fin de año en un sofá del que apartamos las jeringas, ni tampoco en la fiesta en el chalet de El Plantío que dio la prima de Paula cuando cumplió dieciocho. Me he criado en un ambiente en el que ser de izquierdas era una curiosa peculiaridad. He trabajado con gente tan miedosa que veía estabilidad donde había opresión. He vivido con actores, con músicos, con funcionarios, con peluqueros y con desfalcadores. No es que me haya vuelto tolerante con el tiempo, es que mi tiempo en este mundo sólo está condicionado por la cantidad de interacción que soy capaz de soportar, y su propósito está por definir. ¿Cómo podría yo juzgar los parpadeos de nadie si mi existencia es tan efímera que pesa veintiún gramos?
(Me gusta esta libertad y noto lo poco que le aporto al mundo apartándome de él).
Vuelvo a casa, ya digo, y un niño chilla al salir de un portal justo delante de mí. Chilla de regocijo. Me chilla a mí, como si no hubiera nadie más en el mundo. Su felicidad es tal que ha tenido la necesidad de estampársela a la primera persona que ha visto. El padre compone una sonrisa que apela a mi solidaridad. Busco entre las ondas gravitacionales del vacío que traigo y encuentro la empatía necesaria para devolvérsela. En alguna parte, el hijo que no he tenido hace un leve movimiento y ya no lo siento más. Los habitantes de mi familia son una nebulosa que vive lejos, o lo son precisamente porque viven lejos. No se parecen en nada a las personas de las fotografías de mi pared. Las personas de mis fotografías se miran sentadas a la mesa de mi comunión entre vasos de tubo y puedes ver que se amaban. Tienen cinco años y se ríen disfrazados de payaso con una lata de cerveza vacía en la mano como atrezo porque eran los noventa. Se limpian los restos de tarta de la cara preparándose para el contraataque. A pesar de no ser los de mis fotografías, los visito y me reciben como si me acabara de ir. Echar de menos es infinitamente más coherente que echar de más. Cuando amo, hago de ese amor mi familia. No se puede elegir a la familia, del mismo modo que no eliges a quien amas. Creo que es hora de mirarme en el espejo. Palparé el paso de los años y calcularé cuánto necesito para superar el haber conocido la verdadera melancolía. Unos ojos tristes; serás idiota. El virado a sepia se utilizaba para que las fotografías fueran más duraderas, pero también para acercar la fotografía al arte pictórico. Aunque sólo el tiempo sepulta, me empeño en acelerar el proceso.
(Me gusta saber que no puedo competir con ciertas criaturas pero ojalá esto fuera suficiente).
Todo lo que tengo que decir cabe en un dedal y aquí sigo. No quiero dejarlo porque entonces el efecto analgésico pasará. El viento está silbando a través del filo de una ventana que cierra mal. Bate las persianas con insolencia y tengo ganas de gritarle: ¡para ya! Pero sé que me lo estaría diciendo a mí misma.
“el haber conocido la verdadera melancolía”. Aparte de bucear en nuestras entrañas, esa frase incluye la que considero palabra más bella del español: melancolía. Su cadencia, de picos de sierra emocionales, me fascina. Gracias de nuevo por tus escritos, Diana.
Muchas gracias, Alberto. Es precioso eso que dices.