Yo soy puro amor

o “El odio en la era del pensamiento global”

            Con esta declaración de principios termina una canción de Rayden (rapero cada vez más incalificable por mostrar y demostrar que las normas de la música no están escritas en piedra) que habla del precio que pagan algunos por hacer las cosas de manera diferente (“Me miran de reo-o-jo, pero odiar es para flo-o-jos”). Oyéndola, recuerdo las palabras de Dostoyevski sobre “el hombre que crea una palabra nueva en su área”. El ruso decía que este “hombre” está, o debería estar, por encima del bien y del mal, que no debería regirse por las normas del común de los mortales, pues no está hecho para ello. Más allá del contexto perverso de Crimen y castigo, lo cierto es que ese creador del que hablamos sí se rige por las normas humanas. Tiende, incluso, a generar odio entre aquellos que lo miran de reojo, por no atreverse a hacerlo de frente. El odio, magma altamente corrosivo que es hijo de la ignorancia y sobrino de la mediocridad. En el caso del rapero, es lícito decir que genera tanto amor y como odio; miles de personas acogen sus letras como palabra de Dios, tatuándolas incluso en su cuerpo, al tiempo que otros tantos lanzan espumarajos por la boca al sentir su hegemónico dominio del rap mancillado. Mi dilema, y la pregunta que trato de trato de resolver es: ¿hasta qué punto el pensamiento global (o colmena) creado a través de las redes sociales hace que la balanza se incline hacia el odio con respecto a las personas que se salen del parámetro establecido?

            Mientras escucho conversaciones ajenas (vicio tan infecto y satisfactorio como el de acariciarse una costra jugando con la idea de arrancarla), me salpican al rostro frases como: “Con esto de las redes sociales, la gente cada vez es más idiota”. Por regla general, el uso de la generalidad “la gente” (o el hombre-masa, como lo llamó Ortega y Gasset) subleva y enciende mis instintos asesinos, ya que el que la usa toma distancia de ese vulgo al que hace referencia de forma peyorativa. Pero como me marca una clara tendencia a la misantropía, hay días en los que me contradigo y la suscribo plenamente. Es por esta aversión a la especie humana en su conjunto por lo que suelo centrar mi foco en el individuo y no en la sociedad, que como entidad desprecio e ignoro cuánto me deja la vida. Ante la aseveración “La gente cada vez es más idiota”, lo único que me queda es hacer un esfuerzo consciente y constante por rodearme de estímulos humanos creativos, empáticos y libertarios para así encontrar ejemplos de que no todo está perdido. Y, la verdad, no lo está.

            Las grandes revoluciones del pasado se cobraron un alto precio y, a cambio, nos trajeron, entre otros avances, la Era de la Ilustración. Cuando la razón invade a la humanidad, somos capaces de grandes cosas: la democracia, la Capilla Sixtina, el Open Arms, el tratado de Kioto, el disco Brothers in Arms, los Donetes. A principios de nuestro extraño siglo XXI, nos ha tocado vivir la revolución de las comunicaciones, a la que la Historia pondrá nombre a su debido tiempo, y nos mostrará qué nueva Era será, si de luces (alzándonos sobre nuestros propios errores) o de sombras (dejando que el miedo nos invada y nos reduzca). Cuando éramos pequeños, vimos a Doc y Marty visitar un futuro (que ahora es presente) con monopatines voladores. Todo muy híper-tecnológico, pero lo cierto es que aún no volamos y no parece que lo vayamos a hacer próximamente. En cambio, nuestro verdadero milagro ha sido crear, establecer y perfeccionar una nueva comunicación en forma de colmena inimaginable para esos creadores de la ciencia ficción del siglo pasado. Como resultado de esta comunicación global nos vemos sometidos a una lluvia constante de información ajena que debería resultarnos útil pero que, debido a nuestra falta de costumbre y, por tanto, de pericia a la hora de gestionarla, nos abruma y a veces nos vuelve pesimistas. Un pesimismo que se puede ver, por ejemplo, con el resultado de postear algo en Twitter. Veamos. Dejamos nuestra muestra de opinión y nos vamos a dormir. Al día siguiente tenemos un buen puñado de comentarios positivos (o sea, afines a nuestro pensamiento) que vienen acompañados de una efímera satisfacción del ego que engancha más que la heroína. Pero, dada su reiteración, nos suenan todos iguales y terminamos por leerlos en diagonal. También hay unos pocos negativos, en proporción a los buenos serían irrisorios; sin embargo, éstos se nos quedan grabados en el cerebro, pudriéndolo y haciéndonos creer que la gente es cada vez más idiota. ¿Por qué? Porque los comentarios que más daño hacen no vienen de disidentes que expresan su disconformidad con educación y sapiencia, generando muchas veces un debate elegante, cuando no instructivo. Vienen de los trolls (magnífica palabra, nuevamente significada, que siempre me hace evocar a David el Gnomo machacando a sus estúpidos y moqueantes enemigos). Esos trolls han estado siempre aquí, viviendo sus anónimas y mediocres vidas, pero ahora tienen voz, o más bien altavoz. Ellos son los encargados de emponzoñar el jardín que tratas de crear en tus redes sociales, manchándolo de barro como las botas de Gastón sobre la mesa de la taberna. Antes suponían un breve trago amargo en la cola del súper. Ahora, su corrosiva opinión permanece y te atraviesa la mente desde esos 280 caracteres hasta que quieres arrancarte los ojos. (Por suerte, existe un Belerofonte llamado bloq).

            Y, entonces, le echamos la culpa a las redes sociales. Pero, amigos, las redes sociales han sido, son y serán un mero instrumento de la lengua escrita, igual que las cavernas de nuestros ancestros, igual que los primeros escritos sumerios hace cinco mil años e igual que las cientos de publicaciones desde Gutenberg hasta hoy. Las redes sociales son la expresión de una humanidad que avanza tecnológica y científicamente, pero que mantiene la esencia de las pulsiones humanas. Inteligencia. Envidia. Empatía. Amor. Odio. Cualidades y sentimientos atávicos y sempiternos.

            Siempre ha habido seres mediocres, odiadores profesionales dedicados en cuerpo y alma a joderle la vida al que destaca. Pero siempre ha habido también seres sensibles, amantes de la belleza con el hambre de conocimiento necesario para postrarse ante la genialidad.

            Así pues, seamos puro amor

2 comentarios en “Yo soy puro amor”

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