Vuelvo a casa. Vol 2.

Vuelvo a casa. Vol 1.

           Vuelvo a casa desde casa y esa es una tautología que sólo entienden los que viven lejos de las raíces. Vuelvo con las manos sangrando de callarme  y la mochila revuelta sobre una mancha de aceite de motor que se ha derramado en el maletero. Algunas manchas no saldrán. Una de ellas está en mi sudadera verde y no estoy lista para despedirme de ella. Hay prendas que cogen la impronta de un momento determinado. Por primera vez, quería que el viaje no terminara nunca y permanecer en esa moratoria de asfalto. Los viajes te permiten robar una dispensa al tiempo si sabes cómo. El truco es no tener nada que perder. No quería quedarme dónde estaba, pero tampoco quería volver a casa. No me sentía a salvo en ninguna parte. Hace años, en pleno proceso de separación (fabuloso sintagma que viene a decir que estás simplemente rajando tu vida de arriba abajo) tenía un pensamiento recurrente: quiero ir a casa. Una y otra vez en mi cabeza. Volver a casa desde casa. La tautología convertida en paradoja. Pero no entendía nada porque se suponía que ya estaba en mi casa. Y no se trataba de cobijo porque yo nunca acudo a casa en busca de consuelo. No, desde los siete años. Supongo que lo que necesitaba era volver a esas raíces que decía para ver qué quedaba de mí después del huracán. En alguna parte de esta recta interminable en la que el pie pesa un poco más y el volante de mi pobre coche empieza a temblar al rebasar los ciento veinte, un recuerdo viene a mi mente.

                Cuando era pequeña, mis hermanos y yo teníamos prohibido ir a la cama de nuestros padres. Era una norma más como recoger cada uno su plato o no botar la pelota dentro de casa. Cuando eres pequeño no te planteas que las cosas puedan ser de otro modo. Aceptas que hay normas con las que los adultos entretejen la realidad y punto. La rebeldía de los cuestionamientos vitales vendría más adelante y yo me sumergiría en ella a plenitud. Porque en algún momento te das cuenta de que tus padres no son los seres omniscientes que pensabas que eran, sino personas con debilidades y te dedicas durante un tiempo a hurgar en esas debilidades. Si eres un poco inteligente, hasta consigues ver alguna expresión de verdadero dolor en la cara de aquellos que sólo viven para velar por tu bienestar. Pero en ese momento aún era una niña que veía como algo inapelable no dormir con mis padres. Pero una noche me desperté sintiendo un pánico absoluto. No sé si venía de una pesadilla. Desde aquí es lógico pensar que sí, pero el origen está borroso. El sentimiento, sin embargo, tiene una nitidez pasmosa, como si mi memoria sensorial hubiera estado especialmente atenta para grabar ese instante porque sabía que sería importante más adelante. El miedo que sentía era sobrenatural, como lo son todos los miedos infantiles. Había algo horrible esa noche y no necesariamente debajo de mi cama. Intuía, de alguna forma indefinida, que ese miedo venía de mi interior. Otras noches había sentido miedo y me había limitado a meter brazos y piernas bajo la manta y subirla desde dentro cuidadosamente hasta la barbilla porque de todos es sabido que nada te puede hacer daño si mantienes las extremidades bajo la manta. Pero esa noche sabía que eso no me serviría de nada. Era un pánico demasiado grande para una niña de siete años. Luché mucho rato conmigo misma y, finalmente, sabiendo que estaba transgrediendo una norma férrea, subí a su habitación. Me quedé en el umbral y susurré:

                —Mami.

                Mi madre se incorporó un poco. Su pelo negro se desparramó por la almohada. Entrecerró los ojos en la penumbra.

                —¿Nana? ¿Qué te pasa?

                Me frotaba la mejilla contra el frío del marco.

                —No sé.

                —¿Te duele algo?

                Sacudí la cabeza. Ella echó un vistazo al reloj de números verdes de la mesilla de mi padre.

                —Vuelve a la cama, anda.

                Yo sabía que tenía la batalla perdida antes de subir así que volví a mi cuarto sin protestar. Me metí en la cama y, por si acaso, me tapé hasta la barbilla. Los minutos pasaron como piedras. Dejaba que las lágrimas rodaran por las sienes y mojaran la almohada. Alguna se me metió en la oreja. En cierto momento, una resolución se abrió paso. Comprendiendo de alguna forma infantil que era mi único poder, permití que el miedo me invadiera. El origen de ese miedo seguía sin materializarse. Dejé de llorar y apreté los labios. No había pensamientos coherentes en mi mente, ni monstruos ni nada. Al cabo de un rato la oscuridad se volvió menos ominosa. Antes de dormirme, comprendí una cosa: de ahí en adelante, estaba sola. No tenía ningún sentimiento de rencor hacia mi madre, sólo la sensación de que tenía poder para hacer mías las cosas malas. Ella dice a quien quiera escucharla, que yo he sido siempre demasiado independiente. Lo dice con pesar, recalcando el demasiado. Supongo que desconoce que ese aparente defecto (que en las ocasiones venideras se me ha reprochado invariablemente por las personas que han podido quererme) tuvo su origen esa noche y en parte gracias a ella.

                El recuerdo de esa noche ha venido a mí entre canciones de Bon Jovi y bolsas de gusanitos. Aún lo retengo cuando paso a la altura de un camión de naranjas volcado en los carriles opuestos. El tráfico está parado y la gente mira desde sus coches la constelación desparramada en la carretera. Es un espectáculo tan bonito que las caras de pasmo ganan a las de enfado. Dejo atrás el accidente estelar. Pienso que se tardará mucho en recoger todas esas naranjas y aún quedarán muchas en el arcén durante días, semanas tal vez, hasta que se pudran o se sequen. Como recuerdos abandonados. Unos recuerdos se pierden y otros te marcan. En este viaje estoy dejando que los míos pasen a través de mí, me invadan y se vayan. Aferrarse a las cosas buenas hace que se vuelvan maleables y pierdan su forma primigenia. Rechazar las malas es un ejercicio absurdo y recurrir a refugios para evadirlas sólo retrasa el dolor. O pero, lo cronifica.

                Se supone que un viaje reinicia algo. A lo mejor por eso siempre me han fascinado las road movies, todos esos trozos de historias viajando en un paréntesis temporal. Pero también se supone que las personas son las mismas estén donde estén. Es posible, pero a veces un viaje es tan sólo una demarcación en la vida. Una baliza que rebasas. La mancha de aceite en mi sudadera, el recuerdo de aquella noche de terror, las naranjas esparcidas por la carretera.

               He vuelto a casa con miedo de que las paredes estuvieran llorando pero, al abrir la puerta y reconocer mi olor, he sentido que la hostilidad desaparecía. Vuelvo a casa.

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